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El desafío de la cordillera

Juan Grimalt aseguró que el cruce de Los Andes “fue una vivencia muy personal, única”.

El desafío de la cordillera

Juan Grimalt es oriundo de Laguna Paiva y consiguió cruzar a caballo -por primera vez- la cordillera que separa nuestro país de Chile. Pero su empeño fue doble para conseguirlo porque hace cuatro años le detectaron un tumor.TEXTOS. MARIANA RIVERA. FOTOS. GENTILEZA JUAN GRIMALT.

“Contra todos los pronósticos, cumplí mi sueño. Era una mezcla de deseo y de desafío, más allá de lo histórico que significa el cruce de Los Andes, agregándoselo al problema que tengo”, admitió Juan Grimalt, un vecino de Laguna Paiva quien -entre el 19 y el 27 de enero pasado- montó a caballo y atravesó la cordillera de Los Andes junto a 17 personas.

Y aclaró: “Antes de contarte mi experiencia quería hacer un pequeño prólogo de mi situación: tengo un tumor que fue tratado hace 4 años y los médicos decidieron no operarlo. Fue tratado durante un año y después lo dejaron. Es difícil para una persona superar una situación de saber que tenés un tumor y no te lo van a sacar. Quiero que se entienda cómo esto fue un desafío para mí, con 53 años, que quise hacer hace dos años pero no había más lugar;, el año pasado me inscribí tarde y esta vez lo conseguí”.

A pesar de que admitió que “soy de hacer aventuras y de más joven fui de hacer locuras más que aventuras”, Grimalt explicó que este viaje “era algo que quería hacer, a pesar de que había escuchado sobre ciertas situaciones, no extremas pero sí puntuales. Tengo presión baja y sabía que se iba a complicar con la altura. No pregunté mucho a los médicos porque me iban a asustar. Pero sí le dije al coordinador del grupo, Ignacio Maciel, de la empresa Latitud Sur”.

Por la experiencia adquirida, aseguró que “tenés que ir preparado física y mentalmente para lo que vas a hacer. He hecho muchas excursiones -incluso al Machu Picchu, donde todo está más o menos planificado- pero acá es diferente y original porque la modernización no está presente. No hay tecnología, comunicaciones ni celulares, sólo caballos y mulas, como hace 200 años, como era la única forma de pasar esta cordillera”.

Previamente, Juan Grimalt pidió información sobre el itinerario de la expedición y se entrevistó con el coordinador pero también quiso escuchar testimonios de gente que hubiera pasado por esta experiencia. Así fue que habló con una señora de Laguna Paiva -“quien había vuelto muy entusiasmada”- y con el actual presidente comunal de Llambí Campbel -“quien me dio la versión masculina de este viaje”-.

Sin embargo, aclaró que “la decisión estaba tomada pero quería ir un poco más preparado. Organicé la colchoneta, la bolsa de dormir, la campera, las cremas, los anteojos para sol, siguiendo todas las recomendaciones que me habían dado. Sabía que iba gente de Córdoba, de Buenos Aires y de Santa Fe, y con estos últimos nos fuimos juntos en un auto hasta San Juan. En una estancia compartimos el primer almuerzo con todo el grupo, para conocernos. Después nos trasladaron en otros vehículos -porque los caminos son montañosos y precarios- hasta un determinado lugar. Ahí empezás a perder la noción del lugar y te parece que se termina la civilización”.

TODO DEPENDE DE VOS

El grupo estaba integrado por 17 personas (entre 26 y 58 años, todos profesionales), incluyendo los once participantes, los cuatro vaqueanos, el coordinador y el cocinero. “Tenés que ser consciente de que todo depende de tu vida, de una buena coordinación mental, física, del caballo, de tu voluntad, de tu actitud, del grupo, del río, de la montura, de tu compañero de carpa (el mío se llamaba César). Nos cuidábamos entre todos y también al entorno”, comentó Juan.

“Sólo el que lo vive descubre esto. Te pueden contar la historia o mostrar videos, pero vivirlo, pisando un pedazo de historia que modificó parte de la humanidad es todo una vivencia. Es una mezcla de aventura, incertidumbre, desafío, historia, más allá de lo personal porque yo tenía un problema físico y fue doble esfuerzo físico”.

Las expectativas eran muchas y las dudas, otras tantas. Cuál iba a ser el lugar del baño, qué iban a hacer si llovía, qué tipo de vegetación había, cuántas horas de a caballo eran, si les iban a dar mulas o caballos, cuántas horas iban a dormir, con quién iban a compartir las carpas.

Juan Grimalt aclaró que “en esta excursión eran más mujeres que hombres, algo que era común según nos dijo el coordinador. Todos éramos un poco especiales, cada uno con su historia, pero todos muy respetuosos. En la marcha, empezás a divisar montañas y cosas tan lejanas que tenés ansiedad por llegar a un lugar. Para los vaqueanos es normal pero nosotros empezamos con la curiosidad, a pesar de que sabíamos el itinerario”.

En este sentido, reconoció que “yo les preguntaba cuál era la cordillera y la precordillera y me decían que ya me iba a dar cuenta. Llegó un momento en que pude advertir las diferencias. A la cordillera la conocía por los libros; por arriba, desde el avión; y por haberla pasado por el cruce por Mendoza, en vehículo. Pero vivirla así fue muy distinto”.

“TODO ES DISTINTO A LA RUTINA”

Por otra parte, Grimalt continuó recordando su experiencia personal en este cruce de la cordillera: “Sos vos el turista, el hotel, el que armás la carpa, el que cocinás, el que ensillás tu caballo (Negro Nuevo se llamaba), con el que querés entenderte. No hay noticias, no hay horarios (te manejás con la claridad y la oscuridad). Por día teníamos dos horas para levantar el campamento y el último día lo hacíamos más rápido que el coordinador. Todos colaboran con todos. Todo es distinto a tu rutina porque estás en la nada. No te sentías ridículo haciendo cosas que ni te imaginabas que ibas a hacer”.

Asimismo, destacó dos cuestiones de su viaje: el compañerismo que hubo desde el comienzo entre quienes compartieron el cruce y la permanente asistencia de los vaqueanos.

“Es destacable el compañerismo que se formó entre desconocidos, con respeto y cordialidad. Estuvo desde que nos presentamos por primera vez. El hecho era compartir ese momento histórico y no importaba que éramos desconocidos antes. Después parecía que hacía años que nos conocíamos porque estuvimos compartiendo 24 horas. Los fogones de la noche eran muy interesantes, para conocernos más. Nadie se arrepintió de haber ido, por el contrario. En realidad, fue una cuestión personal y cada uno lo vivió de manera diferente”, dijo.

También aseguró que “los vaqueanos eran muy voluntariosos. Velaban por todos: te despertaban el recuerdo de que se puede ser bueno con las simplezas que hay en la vida. Por estos gestos les regalé la mochila, la cantimplora y el pañuelo, por su humanidad, más allá de que ése era su trabajo”.

NUEVOS DESAFÍOS

Por último, el paivense destacó que “llega un momento en que el paisaje se repite, no es que aburre pero no hay posibilidades de volver. Eso me pasó al segundo día y al penúltimo día. El viaje me dejó una actitud de desafío y de saber que lo que hicieron aquellas personas fue inimaginable. Debe haber sido extremo el sacrificio y lo que tienen que haber sufrido porque no se prepararon como lo hicimos nosotros. Ellos no iban a pasear y a sacar fotos sino a luchar. Iban con sus armas, con unas vestimentas muy pesadas”.

Y aseguró: “Tengo una teoría: nosotros pasamos por la vida y no al revés, sobre todo estando en un quirófano, contando las 16 lámparas, cuando me sacaron los primeros ganglios y certificaron que tenía un tumor. Ya no tenés más miedos, son más suaves. Los últimos días los caprichos y los antojos no existen y tenés que tener la fuerza de voluntad para aguantar y redescubrir algunos límites que uno no era consciente que tenía. Esto es muy interesante: uno se redescubre como persona, acumula experiencias y redescubre desafíos como persona”.

Y concluyó: “Lo importante es haberlo hecho, haberlo vivido y haber vuelto bien. Si no volvía, decía en chiste que iba a morir contento, como el soldado Cabral”, al tiempo que dejó plasmada otra de sus teorías y futuro proyecto: “Los lugares que ya conocí van a seguir existiendo pero el que no va a existir voy a ser yo. Por eso, quiero conocer otros sitios y apurarme a vivir, sin correr. El quirófano me cambió la visión de mi vida. Me gustaría conocer el Matto Grosso, Egipto, Italia o África”.

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Grimalt aseguró que el viaje le permitió redescubrir desafíos como persona.

Compañero de aventuras

Juan Grimalt se hizo muy amigo de un particular compañero de viaje, el caballo que le asignaron, Negro Nuevo. “Me llamó la atención cómo los vaqueanitos -como les decíamos a los que nos acompañaban, que eran macanudos, cordiales, bien peoncitos de estancia- nos distribuían los caballos o las mulas. Cuando les pregunté dijeron que nos iban dando uno por nuestras caras. A mí me dieron un negro grandote y gordo. Tengo piernas cortas y me dolieron bastante, primero tomé pastillas y después superé el dolor sin tomar nada”, contó.

También contó que “cada mañana, tu compañero era el caballo. Era la continuación de tu travesía. dependías de él también porque sólo había dos mulas de repuesto, las que yo decía “ambulancia’, tomándolo con humor. Lo importante es que al final del viaje estuvieron vacías, lo que significó que estuvo todo bien”. Y agregó: “El 80% del viaje vas en fila india, ya que hay muy pocos lugares de llanura. Siempre hay subidas y bajadas, en donde el caballo obra por instinto pero el miedo lo tiene uno. Pero te vacunás contra esa circunstancia y las mujeres -que eran mayoría en el viaje- demostraron ser más corajudas”.

Por último, admitió que tomó algunas clases de equitación con un amigo de Monte Vera, “que amansa caballos” un mes antes del viaje, dos o tres veces por semana, “aunque era un lugar llano y un caballo manso; practiqué porque hacía muchos años que no andaba a caballo”.

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El santafesino advirtió que la vista no termina de registrar todo el paisaje.