Crónica política

¿Un país en serio?

Rogelio Alaniz

“El patriotismo no es un breve y frenético estallido de emoción, sino la imperturbable y constante dedicación de toda una vida”. Adlai Stevenson

No hace falta ser un oráculo para saber que en estas elecciones los Kirchner van a perder votos y legisladores. Podrán perder por más o por menos, pero lo seguro es que van a perder. En una república democrática esto no debería ser un drama y mucho menos una tragedia, pero en la Argentina lo es. Décadas de presidencialismo, de líderes que se creen carismáticos, de nepotismo y clientelismo electoral, de eslóganes tramposos al estilo de “el pueblo nunca se equivoca”, conduce a los propios portadores de estos prejuicios a callejones sin salida, a trampas institucionales en las que naufragan ellos y en el vértigo nos arrastran a todos los argentinos.

La Argentina hoy no está pasando por un buen momento, y todo parece indicar que los tiempos que nos aguardan tampoco serán buenos. El oficialismo es malo, pero la oposición hasta la fecha no parece ser mucho mejor. No veo ideas en juego. El debate es pobre y a veces miserable.

En otros tiempos los grandes líderes debatían en el Parlamento, en las columnas de los diarios, en las tribunas callejeras. Hoy el escenario es “Gran Cuñado”. Los políticos se mueren de ganas por salir con Tinelli. Me dirán que ése es el signo de los tiempos. Puede ser. Pero tengo derecho a decir que si ése es el signo de los tiempos, ése signo no me gusta.

La crisis internacional cobra sus cuentas, pero al precio más alto lo estamos pagando por los errores internos. Los precios agropecuarios han subido, pero la Argentina vende poco o no vende. Esa responsabilidad no es del imperialismo o de las multinacionales. Esa responsabilidad es nuestra; o de los Kirchner, para ser más preciso.

Basta mirar con atención la realidad, recorrer los pueblos y ciudades del interior, para contemplar el espectáculo de la decadencia: fábricas que trabajan a media máquina, talleres que cierran, comercios que han quebrado. De manera lenta pero persistente, la actividad económica baja.

Con el campo, el gobierno ha cumplido todos sus objetivos: no hay soja, no hay leche, no hay trigo, no hay carne. Las fábricas de implementos agrícolas están paralizadas. Como se dice en estos casos: ¡Misión cumplida! ¡Lo logramos! En el campo nadie hace plata. Tampoco produce, por supuesto. La Argentina no va a ser el granero del mundo. Brasil, Canadá, Nueva Zelanda, Australia se desviven por ocupar ese lugar que nosotros repudiamos.

A la locomotora del crecimiento nacional los Kirchner intentan hacerla descarrilar. Así nos va. Y así nos va a ir. A las ventajas comparativa y competitiva más importantes de la Nación el gobierno les tira a matar. Para el misterioso modelo kirchnerista los héroes no son los productores, los empresarios innovadores, la gente de trabajo, con o sin propiedad; para ellos, los personajes, los protagonistas de la historia son los mafiosos y los lúmpenes del conurbano. También las roscas sindicales y los barrabravas que los protegen. Como diría Huergo, “el eje La Matanza-Riachuelo se impone al eje Santa Fe-Córdoba”, una contradicción que recicla en pleno siglo XXI la antinomia real planteada por Sarmiento en su momento: civilización o barbarie.

Hoy la Argentina no sabe, ni le interesa saber, el lugar que le corresponde en el mundo. Nos aliamos con los peores y despreciamos a los mejores. Los Kirchner suspiran por Chávez y Fidel Castro y desprecian a Tabaré Vázquez, Bachelet o Lula.

Como todos los déspotas, los Kirchner confunden su suerte con la suerte de la Nación. Como decía un colega, la pareja del poder más rica y tal vez más blanca de nuestra historia habla en nombre de los negros, los morochos y los pobres. Los que por el camino de la usura, los juicios de desalojos a la pobre gente y la complicidad con los militares se enriquecieron en tiempos de la dictadura, ahora dicen ser populares y abanderados de los derechos humanos.

Una vez hablé del famoso “teorema de Lamberto” consistente en postular que “mientras haya pobres siempre habrá peronistas”. El teorema es interesante por su hipótesis y por sus consecuencias. Si la fortaleza política de un partido depende de la pobreza, el objetivo es justamente garantizar que nunca los pobres dejen de ser pobres.

A este teorema -con sus consecuencias incluidas-, los Kirchner lo están cumpliendo al pie de la letra. Ayer el clientelismo se financiaba con la plata de los productores agropecuarios, hoy con la de los jubilados. Mañana será con la inflación y pasado mañana con más deuda externa. En todos los casos, lo que importa saber es que así como Drácula necesita sangre para sobrevivir, el peronismo reclama de pobres para reproducirse.

El país anda a la deriva por el mundo y a los tropezones puertas adentro. El descalabro institucional es cada vez más evidente. Las instituciones que sobreviven lo hacen a pesar del poder oficial y no gracias a él.

Los militares asaltaban las instituciones, las destruían o las mandaban a cuarteles de invierno. En la actualidad lo que se hace es burlarlas. Los peronistas, y los Kirchner en particular, se jactan de trampear las reglas de juego. Se adelantan las elecciones, se designan candidaturas a las que califican con el nombre de testimoniales, se apropian de los fondos de los jubilados para sostener el festival de subsidios y para pagar campañas electorales.

A estas maniobras consistentes en trampear a las instituciones se las conoce con el nombre genérico de “viveza criolla”. Los peronistas son vivos, son piolas y en consecuencia entienden el alma del ser nacional. Sin ir más lejos, el otro día un dirigente opositor se quejó que en “Gran Cuñado” a Kirchner lo presentaran como un charlatán y un cuentero. “Con esa imagen gana votos” decía enfadado este dirigente porque a su líder lo mostraban dubitativo, serio, gil en definitiva.

Sin embargo no fueron los vivos los que hicieron de la Argentina un país grande. No lo eran Alberdi, Sarmiento, Mitre, Joaquín V. González o Pellegrini. Lo que nuestros populistas no entienden es que lo opuesto al vivo no es el gil, el otario. Lo opuesto al vivo, o al avivado, es el dirigente responsable o lo que conocemos como la persona de bien, es decir, el hombre previsible, que cumple con su palabra y que administra la cosa pública con manos limpias y uñas cortas.

La primera regla para hacer una Nación en el desierto argentino (sic) es establecer normas de cumplimiento obligatorio para todos. Desde 1853 a la actualidad no hay nada nuevo bajo el sol. Las “novedades” que se pretendieron aplicar, las coartadas sociales que se intentaron llevar adelante, produjeron catástrofes económicas y sociales. El siglo veinte quedó infectado por estas maniobras de ingeniería social cuyos costos sumaron a la persistente pobreza millones de personas asesinadas.

¿Cuesta tanto entender que la clave del desarrollo y la civilización residen en el respeto a la ley, la independencia de los poderes, la seguridad jurídica para los que invierten, las libertades civiles y políticas para todos los ciudadanos, partidos políticos serios y libertad de prensa?

Alguien dirá que además hacen falta estrategias de desarrollo, de formación de recursos humanos. Por supuesto. Pero es la experiencia histórica la que nos ha enseñado que sin los requisitos institucionales previos todo lo demás fracasa.

Claro que es necesario diseñar un modelo serio de crecimiento y desarrollo que permita la expansión de las fuerzas productivas y que al mismo tiempo promueva la integración y la equidad social. Pero nada se podrá hacer sin instituciones fuertes y sin ciudadanos que estén decididos a comprometerse con un país en serio.

Si la fortaleza política de un partido depende de la pobreza, el objetivo será justamente garantizar que nunca los pobres dejen de ser pobres.

¿Un país en serio?

Néstor Kirchner y Christopher Lee.

Ilustración Lucas Cejas

Lo que nuestros populistas no entienden es que lo opuesto al vivo no es el gil, el otario. Lo opuesto al vivo, o al avivado, es el dirigente responsable.