EDITORIAL

La Justicia

en entredicho

El ámbito tribunalicio se vio sacudido en los últimos días por las duras imputaciones vertidas por una jueza rosarina, que se refirió -haciendo mención expresa de nombres y apellidos- a la supuesta existencia de un mercado de favores con el poder político, que vincula el sentido de los fallos con la posibilidad de hacer carrera. Estas afirmaciones tuvieron motivo en las pintadas amenazantes que aparecieron en la fachada del edificio donde vive la magistrada, y que ella considera una consecuencia de la presentación que hizo ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, denunciando persecución interna por su condición de independiente.

La previsible repercusión de los dichos de la jueza provocó que saliese a la luz su historial de sumarios administrativos, en los que se le imputan acciones de entorpecimiento de trámites judiciales o actitudes de maltrato hacia empleados y profesionales. La Corte ordenó una investigación -tanto de la amenaza como del contenido de las declaraciones periodísticas-, el Colegio de Magistrados rechazó la negativa caracterización genéricamente aplicada al Poder Judicial y el Colegio de Abogados de Rosario consideró que el episodio es oportuno para indagar al respecto.

Lo cierto es que la seriedad de la situación planteada no permite que se la deje pasar con liviandad. Las acusaciones vertidas por la magistrada concuerdan con sospechas que, en muchos casos, hallan cobijo en el seno de la opinión pública. En este sentido, verbalizarlas de esa manera genera un inmediato efecto de simpatía, por coincidir con un prejuicio instalado; y no necesariamente infundado. La siempre blandida exigencia de probar las denuncias, tiene como contrapartida la carga pública de un desempeño transparente y de que existan mecanismos confiables de control político e institucional, ante los cuales las acusaciones indebidas caigan por su propio peso.

A la vez, el hecho de que la Corte -cuya facultad disciplinaria es tradicionalmente ejercida de manera en extremo tolerante- haya sancionado previamente a la jueza por su desempeño, es un dato que no puede dejarse de lado al considerar la confiabilidad de la propia denunciante. Excepto, claro está, que tales medidas sean consideradas -tal como ella pretende- un mecanismo punitivo al servicio de motivos espurios.

Si la jueza dice la verdad, ninguno de los poderes del Estado puede hacerse el distraído. Si miente o inventa, y al mismo tiempo existen antecedentes que colocan en entredicho su aptitud, es evidente que su responsabilidad de impartir justicia, precisamente evaluando conductas ajenas, debe ser sometida a revisión. Aún cuando, paradójica pero inevitablemente, un procedimiento en tal sentido estará expuesto a ser señalado como un nuevo acto de persecución.

En cualquier caso, el factor de mayor gravedad que opera como trasfondo, pero también como habilitante de esta polémica, es la negativa valoración que la sociedad mantiene sobre quienes ocupan los principales espacios de poder y la imperiosa necesidad de exhibir un accionar que permita reconstruir la confianza.