Anotaciones al margen

Del oficio (II)

Estanislao Giménez Corte

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En el denominado Periodismo Cultural y sus zonas de influencia, que ciertamente no son pocas y que, bien entendidas, han dado, al género y a los medios en general, parte de la mejor producción textual de todos los tiempos, puede vislumbrarse una suerte de principio rector que excede de por sí las categorías. Sencillamente, porque hay, detrás de los registros, de los géneros, de las clasificaciones, que a menudo son aburridas o absurdas, en los que cultivan este trabajo, una cierta “prepotencia de trabajo”, como diría Arlt, o una búsqueda de y por la construcción del relato, que excede o trasciende por mucho, justamente, las categorías en las que se los pretende incluir; y allí está lo esencial.

De alguna manera, entonces, toda persona involucrada con el Periodismo Cultural tiende naturalmente a trascenderlo, pero porque antes hubo en esa persona otros intereses, que se vuelcan o confluyen en el periodismo. Y de ello hay cientos de ejemplos en la historia. Una frase de Tomás Eloy Martínez lo sintetiza: “Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o temprano, en grandes escritores”.

Así las cosas, puede decirse que todo aquel que ejerce el Periodismo Cultural, de forma consciente, se siente naturalmente atraído a/hacia la escritura, al menos como desafío, y que ese desafío, muy probablemente, se ha originado en las lecturas precedentes.

Muchos escritores/periodistas o periodistas/escritores marcan inequívocamente una cierta cosmovisión de trabajo que, insisto, tiene que ver especialmente con una forma de entendimiento, como se dijo, de la construcción de un relato, sea éste un cuento, una novela, una crónica, una crítica, una biografía. La cosmovisión va más allá del formato, del soporte, del género, porque lo que importa es el relato en sí: puede oscilar entre la crónica urbana, lo literario, el ensayo, la prosa poética y la crítica, pero en todos los casos está sustentada básicamente en la práctica de la lectura como disparadora de motivaciones para escribir; pero ésta no está tan orientada al análisis como a la perplejidad y admiración de la belleza, en particular de la belleza literaria. La influencia de máxima, en todos los casos, tiene que ver con la literatura, porque allí está todo. Así, cuando leemos en Borges “Nadie rebaje a lágrima o reproche/esta declaración de la maestría de Dios/ que con magnífica ironía/ me ha dado a la vez los libros y la noche”; o cuando leemos en Pizarnik: “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome”; o cuando leemos en Mujica: “Cuando la desnudez/ sea otra vez inicio/ espero morir/ como mueren los mendigos/ meciendo la soledad del mundo/ en el hueco de la mano”, no hay una vocación de análisis lingüístico ni retórico como un disfrute de lector, en un sentido global genérico -desde su sonido, poniendo el énfasis en la belleza o en la operación intelectual que ello supone-. Pero esa percepción de la belleza, indefectiblemente, se filtrará en la cadencia propia del que escribe, en su acústica, en su concepto de lo que es un texto, aún de formas inconscientes. De cómo procese esa percepción de la belleza resultará su estilo.