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Una historia de las aguadas y de los molinos

De la Redacción de El Litoral

No son originales, precisamente porque no son arbitrarias, las metáforas que relacionan a nuestra pampa y al océano (Sarmiento habló de una “imagen del mar en la tierra”), tan profundas como aquélla que Borges recordaba haber oído de un extranjero conmovido ante la inmensa llanura: “vértigo horizontal”. Noel H. Sbarra, el autor de una apasionada “Historia de las aguadas y el molino” cita a la expresión del jesuita italiano Carlos Gervasoni, que a propósito de las viajes por nuestro campo habló de una “navegación hecha por tierra”.

Pero a esa pampa, dice Sbarra, “le duele el agua”. El ardor de los eneros y los tiempos de sequía dejaron su testimonio en la toponimia pampeana: Voro Leufú (“Arroyo de los huesos”), Chelforó (“Huesos que asustan”), Vivoratá (“Lleno de osamentas”), etc.

A falta de otros medios, en principio era menester utilizar los ríos, arroyos, lagunas; es decir, las aguadas naturales. Pero el hombre enseguida se adaptó a inventar los mecanismos y artefactos que le permitieran recurrir al agua cuando la necesitara. En “Historia de las aguadas y el molino” Noel H. Sbarra efectúa una notable contribución al conocimiento de la evolución que tuvieron tales mecanismos empleados en la región pampeana.

Tal como se ha rastreado en los acuerdos y libros conservados del extinguido Cabildo de Buenos Aires, de 1580 1821, existen 160 constancias relacionadas con las sequías. La intercesión divina parece ser la prioritaria solución a la que se apela. “La primera información al respecto data del 13 de noviembre de 1614. En vista de que desde hace mucho tiempo no llueve, con grave daño para las sementeras, los capitulares consideran la necesidad de hacer procesiones y exponer en la Iglesia Mayor a San Martín de Tours, patrono de la ciudad, rezar un novenario. Se acuerda que el Cabildo trate con el cura y vicario de la ciudad, fray Pedro González de Santa Cruz, para tales ceremonias”.

Darwin, llegado al país en 1833, “relata que durante su viaje a caballo de Buenos Aires a Santa Fe se le refirió cuáles habían sido los efectos de la gran seca de los años comprendidos entre 1827 y 1832. Oigámosle: “Durante ese tiempo llovió tan poco que la vegetación desapareció y hasta los cardos no crecieron. Esta sequía se dejó sentir sobre todo en la parte septentrional de la provincia de Buenos Aires y en la meridional de Santa Fe. Un gran número de aves, mamíferos salvajes, ganado vacuno y caballos perecieron de hambre y sed”.

El libro de Sbarra (que en rigor de verdad no se remite sólo a nuestra pampa, sino que cuenta también de los avatares y conquista del agua en otras zonas del país) nos conduce desde “el más primitivo y rudimentario de los dispositivos para sacar agua en nuestro país”, el llamado “pelota”, y que “consistía en un balde de cuero de vacuno y forma semiesférica, manteniéndose abierta su boca por medio de un aro de madera dura, (y que) funcionaba manejado por dos hombres; uno, a caballo, lo elevaba tirando “a la cincha’ la soga pasada por el crucero y el otro, de pie junto al poco, lo vaciaba al llegar a la superficie”, al “balde sin fondo”, “cuero trozado transversalmente por el lomo y el pescuezo, porque se se asemeja a un caño sin costura: una de las bocas recibe el agua, la otra lo derrama”. El inventor de tal artefacto fue el español Vicente Lanuza, que lo dio a público conocimiento en 1826.

Sbarra luego historia desde el “balde volcador” al “jagüel de cimbra o cigüeña”. De los tajamares a las represas y a los estudios de las napas de agua (“La Sociedad Científica Argentina -fundada en 1872 por inspiración del Dr. Estanislao Zeballos- propone en 1875 al gobierno de la provincia de Buenos Aires el estudio sistemático de la segunda napa existente entre los 40 y 50, “a fin de estudiar una provisión inagotable de agua, muy adaptable para la campaña, en donde las secas prolongadas pueden hacer casi impotables las aguas de la primera napa, cuando no hacerlas desaparecer’”). De los pozos artesianos a las norias. De las “bombas de las estancias” a los molinos de viento, esas torres en la llanura, que se presentan en el certamen rural de Palermo, en 1881. Hacia “el año noventa la llanura argentina aparece punzada, aquí y allá, por erguidas torres metálicas que semejan gigantescos juguetes. Y cada mañana, los rayos del sol recién nacido juegan a girar alegremente en la rueda reluciente de los molinos”.

El libro, publicado por Letemendia con numerosas ilustraciones, se cierra con una cita de Luis Franco en la que el molino es certera y dulcemente llamado el que “hace agua con viento y música”.

Una historia de las aguadas y de los molinos