La vuelta al mundo

La OEA y el fin de la Guerra Fría

Rogelio Alaniz

La OEA decidió levantar las sanciones contra Cuba. Después de 47 años se tomó esta iniciativa poniendo punto final a un anacronismo político que sobrevivía desde los tiempos de la Guerra Fría. Precisamente con ese título, “Fin de la Guerra Fría” más de un analista político festejó lo que se acababa de decidir.

En homenaje a la prudencia, habría que recordar que si bien el fin de la Guerra Fría incluye el levantamiento de las sanciones, previo a ello contiene una verdad histórica que si estos analistas lo hubieran meditado un poco más no habrían escrito esta frase con tanto entusiasmo, porque a cualquier observador le debería resultar casi obvio que el fin de la Guerra Fría es en primer lugar el fin del comunismo tal como se lo practicó en el siglo veinte y como se lo instrumenta en Cuba bajo el despotismo de los hermanos Castro.

Las fotos divulgadas por las agencias muestran a los cancilleres festejando como chicos con juguete nuevo la decisión. Algunos se sumaron a estos festejos por razones ideológicas, otros lo hicieron en homenaje al folclore, en muchos, más que la solidaridad con Cuba lo que predominó fue un gesto de independencia frente a Estados Unidos. También es muy probable que más de un estadista haya pensado que el régimen castrista ya ingresó en su crepúsculo definitivo y que no es una mala estrategia incluir a Cuba en el concierto de las Naciones para cuando se produzca el cambio.

En general la noticia fue bien recibida. El tema no daba para más. En el siglo XXI la expulsión de Cuba de la OEA era una antigualla que no interesaba ni beneficiaba a nadie. Incluso en Estados Unidos los únicos que se enojaron fueron los militantes del lobby cubano de Miami y un puñado de legisladores republicanos. El resto miró la novedad con indiferencia, entre otras cosas porque los problemas externos de Estados Unidos no están en Cuba desde hace por lo menos veinte años.

Curiosamente, uno de los contados rechazos a esta decisión provinieron del régimen cubano. Los Castro no se privaron de acusar a la OEA como “Ministerio de colonias”, “prostíbulo del imperio” y otras lindezas por el estilo. A los cancilleres que con tanto entusiasmo festejaban lo decidido habría que preguntarles qué opinan de las palabras de los supuestos beneficiarios de la medida y qué concepto les merecen los calificativos que les endilgó Castro a cada uno de ellos. También habría que preguntar, particularmente al canciller argentino, qué recuerdos guardan de los tiempos cuando la OEA envió una comisión de derechos humanos para verificar las crímenes cometidos por la dictadura militar, mientras que para la misma época la muy revolucionaria Cuba guardaba silencio en homenaje a los buenos negocios de Buenos Aires con Moscú.

Como se recordará, Cuba fue expulsada de la OEA en 1962 en la famosa conferencia de cancilleres de Punta del Este. La Argentina y cinco países más, entre los que se incluía Brasil, México y Chile, se abstuvieron, pero catorce países estuvieron de acuerdo en aplicar las sanciones. En realidad Cuba no fue expulsada, fue suspendida, pero de hecho la medida cumplió las funciones prácticas de una expulsión.

Los motivos estaban relacionados con el clima de la Guerra Fría. Cuba se había declarado marxista leninista, se volcaba aceleradamente hacia la URSS e iniciaba el proceso de estatizaciones acompañado de los célebres paredones a los contrarrevolucionarios. Promovida la expulsión, Castro redobló la apuesta y transformó el castigo en una conquista revolucionaria. No le fue mal. La torpeza de la diplomacia yanqui y la escasa autonomía de los cancilleres latinoamericanos explican este desenlace.

El gesto más atrevido de los países grandes al sur del Río Bravo fue la abstención y a más de un jefe de Estado esta decisión le costó el poder. Fue el caso de Frondizi y Janio Quadros. La Guerra Fría transformaba a los militares en guardias pretorianas y actuaban en consecuencia. Burguesías nacionales tímidas y asustadas por el comunismo consentían el resto.

Tal como se presentaban los hechos, en aquellos años lo sucedido era más o menos previsible. Unos meses antes de la expulsión, Estados Unidos había financiado a través de la CIA la invasión a Bahía Cochinos, una expedición que fracasó en toda la línea y puso en evidencia que la revolución cubana además de comunista era popular. La estrategia de Kennedy para enfrentar al marxismo por vía reformista fue la Alianza para el Progreso, un intento de apoyar a las burguesías nacionales para que modernizasen la economía y el Estado. En Punta del Este el Che Guevara se encargó de sepultar estas ilusiones reformistas. “Alianza para el Progreso, la mal nacida”, dijo con expresión rebelde e insolente. A juzgar por los resultados la calificación no fue equivocada.

El presidente Arturo Frondizi intentó luchar contra lo irreversible convocando al propio Guevara a la Residencia de Olivos. La reunión se produjo el 18 de agosto de 1961. Más de un historiador considera que la lucidez de Frondizi no alcanzó para modificar la tendencia de los hechos y mucho menos para impedir que los militares unos meses después lo derrocaran, entre otras cosas porque se atrevió a recibir al Che.

Frondizi no era comunista. Sólo a entorchados ignorantes y fanáticos se les podía ocurrir semejante cosa. Al presidente argentino lo que lo preocupaba era que Cuba se aliara definitivamente a la URSS. Hay motivos para creer que John Kennedy estaba al tanto de este esfuerzo, pero lo cierto es que todos estos ensayos fracasaron y que al calor de la Guerra Fría las que terminaron imponiéndose fueron las versiones más duras de la derecha y la izquierda. Para 1963 la Alianza para el Progreso había perdido vigencia y Kennedy era asesinado.

Cuba, como lo temía Frondizi, se transformó en el portaaviones de la revolución latinoamericana. Expulsado de la OEA y sancionado económicamente a través del embargo, Castro se abrazó a la URSS y desde la isla se dedicó a exportar la revolución. No faltaron ideólogos que dieran letra a ese propósito. Ni brazos armados decididos a jugarse la vida por esa epopeya trágica. Los años sesenta, para bien o para mal, alentaban ilusiones, esperanzas y delirios.

Nunca se sabrá a ciencia cierta si Fidel marchó hacia la URSS porque no le dejaron otra alternativa, o si lo hizo porque en el fondo era lo que quería hacer. Como suele ocurrir en estos casos, es probable que ambas intenciones se hayan articulado. Con su decisión Castro metió de lleno a Cuba en la Guerra Fría y, atendiendo a la crisis de los misiles en 1962, los efectos de esta iniciativa hubieran podido ser devastadores.

A casi cincuenta años de estos sucesos, queda claro que así como la expulsión de Cuba fue una consecuencia lógica de la Guerra Fría, la historia por su lado se encargó de probar que la decisión no cumplió con ninguno de los objetivos que se propuso. Cuba fue la gran bandera de lucha de los revolucionarios latinoamericanos y la gran creadora de mitos combatientes.

En efecto, la imagen del Che en Bolivia, la leyenda de los guerrilleros barbudos armados de un fusil y decididos a dar la vida por una causa justa, se transformó en un poderoso mito movilizador que convocó a marxistas, populistas de diversos pelajes y cristianos comprometidos con el Evangelio que creían en esa imagen romántica y rebelde un martirologio y una pasión que evocaba a Jesús.

A modo de conclusión, podría decirse que las sanciones se levantaron pero Cuba no va a ingresar a la OEA. A Castro no le interesa dar este paso porque sabe que carece de importancia política, pero fundamentalmente porque sospecha que abrir una discusión acerca de los derechos humanos y la democracia política puede plantear serios riesgos para la legitimidad interna de la revolución.

Sabemos que mientras vivan los Castro en Cuba no habrá ni elecciones ni respeto a los derechos humanos. Como en España, Cuba se democratizará después de la muerte del déspota. Por lo pronto, Chávez ya está instalando el prejuicio que defender la democracia política y los derechos humanos son maniobras satánicas de los imperialistas. Por otro lado, a nadie se le escapa que la muerte es una perversa maquinación de la derecha.

La OEA y el fin de la Guerra Fría

ilustración: Lucas Cejas