EDITORIAL

Democracia, diálogo y convivencia

Las razones íntimas que lo motivaron al vicepresidente Julio Cleto Cobos para recibir a De Narváez son imposibles de conocer. Lo objetivo es que el vicepresidente conversó con un dirigente político que no piensa como él. En cualquier país democrático del mundo el gesto no hubiera tenido mayor trascendencia. En la Argentina, provocó un miniescándalo político.

Con su habitual verborragia, la doctora Carrió llegó a calificar el acto como una verdadera traición a la causa. Algo parecido pensaron otros dirigentes opositores. A través de sus palabras, estos dirigentes -tal vez sin proponérselo- estaban negando una de las condiciones básicas de la democracia moderna: dialogar con el opositor. La anécdota merece relatarse porque pone en evidencia los grados de crispación de la política democrática en la Argentina. También pone en evidencia que el autoritarismo político y la intolerancia, lamentablemente no son un producto exclusivo del oficialismo.

Puede que el clima electoral haya tensionado los ánimos, pero hay buenas razones para sospechar que de un tiempo a esta parte el clima de convivencia política está erosionado y hacia el futuro no hay indicios de que esta situación vaya a cambiar. La democracia como concepto admite diferentes definiciones, pero uno de sus requisitos esenciales, de sus objetivos centrales si se quiere, es la convivencia, a tal punto que es lícito decir que una democracia sin convivencia no es democracia y en más de un caso ha sido la antesala de nefastas experiencias.

No es sencillo determinar quién o quiénes han sido los responsables de este deterioro. En principio, desde el punto de vista estrictamente político está claro que la máxima responsabilidad siempre recae en quien ejerce la máxima autoridad política porque es a él a quien le corresponde convocar a la concordancia, alentar el diálogo y tender puentes para zanjar las diferencias.

La dirigencia política argentina siempre ha tenido dificultades para asimilar estos principios. Por razones históricas de largo alcance, en nuestro país la política en más de una oportunidad llegó a confundirse con la guerra. La recuperación de la democracia en 1983 intentó superar ese síndrome, pero en los últimos años, la tendencia a la discordia se ha acentuado.

Dicho con otras palabras, los Kirchner con sus bravatas y su persistencia en dividir a la sociedad en campos o trincheras antagónicas son los que más han contribuido a crear este clima de desconfianzas, de recelos mutuos y de creciente agresividad verbal.

La oposición por su lado, ha demostrado que no sabe estar a la altura de las circunstancias y en más de un caso ha caído en la trampa de la intolerancia. Su dispersión, la multiplicidad de pequeños liderazgos personales, las ambiciones desmesuradas, las pequeñas y mezquinas vanidades del poder, están mellando su legitimidad política ante la opinión pública.