Muerte de Perón (II)

El momento del adiós

Rogelio Alaniz

Tres días completos Perón fue velado en el Congreso de la Nación. Una multitud desafió la lluvia, el frío, tal vez el miedo, para despedirlo. Las imágenes de la televisión mostraban los restos de un Perón vestido con uniforme militar. No se por qué, parecía más pequeño. A su lado, toda de negro, los rasgos afilados, la mirada insomne y de una palidez inquietante, estaba su mujer, la flamante presidente de los argentinos: Isabel Martínez. A un costado, López Rega con su habitual sonrisa obsequiosa, con su cara de clown almidonado y viscoso, anunciando con su presencia los padecimientos que se avecinaban.

Las horas del velorio transcurrieron lentas, con sus lágrimas y congojas. La mañana era gris como la pena y el crepúsculo se deshacía en cenizas. La muerte de Perón produjo dolor y desesperanza. Su heredero no era el pueblo, sino Isabel y López Rega. Eso era lo evidente, lo concreto. La fatalidad de las circunstancias y las propias decisiones de Perón habían preparado ese desenlace sórdido. Perón se iba de este mundo rodeado del cariño de sus seguidores, pero lo que dejaba olía a muerte, a desdicha. El aire olía a flores mustias, pero también a pólvora.

El jueves a la mañana llegaron los discursos de despedida. Los discursos fueron los de siempre: sentimentales, plagados de lugares comunes, lacrimosos. El único que marcó la diferencia fue Balbín. Fueron las mejores palabras de su vida. Si el discurso es, además de las palabras, una gestualidad, una puesta en escena, una manera de pararse y colocar la voz, lo de Balbín fue una excelente pieza discursiva. ¿Dónde estaba el secreto, la virtud? En un punto o en dos. Las palabras de Balbín eran creíbles, lo que decía ese veterano de la política criolla, ese caudillo de cientos de barricadas cívicas, ese político de raza que durante años había trajinado por polvorientos caminos para predicar su rezo laico, tenía el tono de la sinceridad. Esas palabras, pronunciadas con austera virilidad, sintonizaban con los deseos y presunciones de millones de argentinos afectados de una u otra manera por la muerte de Perón.

No fue la habilidad oratoria de Balbín lo que explica la trascendencia de su discurso. Balbín sabía hablar, sabía cargar de emotividad a la platea, pero ese día fue diferente; ese día expresó otra cosa, tocó otra fibra. En julio de 1974, la Argentina profunda se veía representada por un discurso como el de Balbín, porque esas palabras que hablaban de la reconciliación, de la piedad y del reencuentro eran las que en el fondo queríamos oír todos. Paradoja de las paradojas: el discurso que más penetra en la sensibilidad de la gente no es el de un peronista sino el de un radical, un dirigente radical que veinte años antes había sido desaforado y enviado a la cárcel por orden del hombre que ahora despedía.

Se dice que Perón quiso que Balbín fuera su compañero de fórmula. Conozco el rumor pero no me consta. Por otra parte, me atrevo a decir que si hubiera sido cierto, la operación no habría sido viable y no sé si habría sido correcta. Lo que sí es cierto es que a partir de 1973 la relación política entre Perón y Balbín fue una relación de entendimiento, de acuerdo. El Perón que había regresado en 1973 ya no convocaba a incendiar templos o linchar a opositores. Tampoco la oposición pedía a los militares que bombardearan Buenos Aires. Eran otros tiempos y Perón, con esa infalible intuición que lo distinguía, lo había percibido.

El problema no estaba en los dirigentes sino en la crispación política que en esos años excedía la capacidad de decisión de un hombre. Perón podía hacer proezas como conductor, pero no milagros. Y pacificar a la Argentina de esos años se parecía más a un milagro. Por razones históricas complejas, Perón había movilizado recursos y energías para recuperar el poder que ahora no podía controlar. No se proscribe dieciocho años a una fuerza política sin pagar un precio por ello. Perón, además, estaba viejo, ya no era el de antes, su inteligencia estaba intacta pero su voluntad no le respondía.

En los ambientes políticos y académicos siempre circula sin respuesta la pregunta sobre lo que habría pasado en la Argentina si Perón no hubiera regresado o se hubiera muerto antes. En historia nunca se puede especular con lo que no fue, pero como ejercicio intelectual estos interrogantes suelen ser interesantes. Mi opinión es que el conflicto habría estallado lo mismo y el enfrentamiento entre las diversas facciones hubiera sido parecido con un desenlace final a través de las Fuerzas Armadas como el que efectivamente se dio.

Así se tejen las historias de los pueblos, con inspiraciones y casualidades, con decisiones racionales y resultados imprevistos, con cuotas de tragedia y comedia, con exaltaciones y tristezas. Una mirada histórica responsable debería interrogarse por qué la Argentina llegó a ese desfiladero, a ese callejón sin salida. Nunca fui peronista ni pienso serlo, pero en homenaje a la verdad recuerdo la pasión, la esperanza, las ilusiones que se comprometieron con el retorno de Perón a la Argentina. Gente honrada, jóvenes valientes, trabajadores leales se jugaron la vida por su líder. Recuerdo los rostros de los militantes de la Juventud Peronista iluminados por la esperanza y por la devoción. También por el rencor. Había algo religioso en esa pasión por Perón, había algo heroico en esa voluntad de dar la vida por el líder, pero también había algo trágico, algo que olía a sangre, a muerte.

El 20 de junio de 1973 en Ezeiza anticipó lo que luego iba a suceder. El peronismo no podía estar unido, no podía festejar ni siquiera el regreso de su líder máximo. La división, la fractura, era profunda. La política había perdido su primacía y el único enemigo que importaba era el enemigo muerto, aunque esta vez el enemigo muerto era otro peronista.

Perón no pudo hacer nada para impedir que ocurriera lo peor, entre otras cosas porque decidió morirse antes. Es más, lo que intentó hacer no hizo otra cosa que agravar las tensiones. A los jóvenes que había lanzado a la guerrilla y los había ilusionado con la patria socialista intentó ponerlos en línea por el peor de los caminos. No era una tarea imposible poner a la juventud en caja. No era una tarea imposible, pero para ello era necesario no ser Perón.

Muchos le reprochan que sabiendo la fragilidad de su estado de salud hubiera puesto a Isabel en la vicepresidencia. El reproche es válido, pero conociéndolo a Perón, conociendo su concepción cortesana del poder, la decisión no fue incoherente. Pregunto: ¿fue tan inesperado que Perón nos haya dejado de obsequio a una mujer incompetente, sórdida y banal? ¿Cuándo en su vida Perón designó en un cargo importante a alguien que tuviera peso propio? ¿Qué pasó con Quijano, o con Teissaire o con el propio Cámpora? ¿Alguien recuerda aquella frase de Jauretche a fines de 1973: “¿Qué se puede esperar de un hombre que hace ministro a su mucamo?”.

Sin embargo, en el corazón del pueblo Perón siempre ocupó un lugar privilegiado. Los pobres, los desheredados, los tristes más tristes, los que nunca oyeron la palabra esperanza, los que fueron despojados de todo y por todos, encontraron en Perón al hombre, el líder, que los reivindicara, que los hiciera sentirse personas, que les devolviera esa cuota mínima de dignidad que les habían arrebatado o que nunca habían poseído. El cariño, el afecto que Perón supo despertar en las multitudes no puede ser negado; hacerlo, además de torpe y mentiroso, sería reaccionario.

Esas multitudes que lo despedían con los ojos bañados en lágrimas, esas mujeres humildes que soportaron durante horas el frío y la lluvia para darle el último saludo, esos hombres con el rostro endurecido por las privaciones y los rigores, con las manos encallecidas por el trabajo, esos muchachos y chicas que habían dejado todo para ir a decirle adiós, eran el testimonio desgarrante y trágico de millones de argentinos que a través de ese hombre se sintieron más justos, más nobles, más íntegros. Ahora ese hombre estaba muerto y, de allí en adelante, todos presentían que debían empezar a transitar en soledad un destino cargado de emboscadas, incertidumbres y asechanzas.

El momento del adiós

Funeral. Una multitud despide los restos del Teniente General Juan Domingo Perón, que recorren las calles de Buenos Aires sobre una cureña.

Foto: Télam