Al margen de la crónica

Había una vez un tambo

Me acuerdo que cuando era chica tenía compañeros de colegio que trabajaban en el tambo con sus padres; llegaban a clase con los cachetes colorados por el frío que pasaban cuando buscaban las vacas en el campo y desde muy chicos los gringuitos tenían las manos curtidas por los callos que les salían por el trabajo.

La rutina se repetía todas las mañanas a las 5 y media y a la siesta aunque llueva, haga 40 grados a la sombra, sea domingo, feriado o caigan obispos de punta. Si llovía, la familia cumplía con las tareas abajo del agua, entre el barro y con la ayuda de los perros encerraban las Holando Argentino, grandes como ranchos, con ubres enormes y poco ágiles que mientras comían ración les colocaban las pezoneras para ordeñarlas. Siempre había una que se llamaba Perla.

Cerca de casa, en el medio de la cuenca lechera de la provincia, vivían los Cantoni, los Heymo y los Restelli, todos trabajaron en el campo y en el tambo desde que tengo memoria. Ni bien sus hijos llegaban a los pedales, los subían al tractor a sembrar pasturas para las vacas; después habría tiempo para jugar.

Hace poco me acordé de ellos. Antes de una reunión con el ministro Bertero, Eduardo García Maritano, productor lechero de Venado Tuerto dijo que los tambos de Santa Fe subsistían “por las espaldas de la gente que trabaja”.

“Cada vez que venimos estamos peor”, comentó otro tambero que llegó a la capital luego de ver cómo en Rafaela regalaban leche a modo de protesta.

“Vemos cómo se va reduciendo la capacidad productiva y las vacas se van del campo al frigorífico, las estamos faenando”, relató otro.

Ésa es la descripción que hoy se puede hacer de lo que antes era producción y trabajo. Un sector históricamente productivo destruido, y los gringos, que sólo entienden de trabajo y sacrificio, en sus manos sólo tienen callos.