El impulso dionisíaco

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“Baco”, de Michelangelo Merisi, “Caravaggio” (1573-1610).

Elda S. de González

Según lo señalan algunos estudiosos, las representaciones teatrales tuvieron en Grecia un inicio muy humilde, dado que vieron la luz en las fiestas de Baco (Dionisos), que se realizaban al culminar la cosecha de la vid. Sacrificaban un macho cabrío en honor al dios y, excitados por el mosto, cubrían sus caras con las heces y danzaban y cantaban himnos, alabando a Baco. Los seguidores de Dionisos se distinguían por sus disfraces de macho cabrío. Además de los simples cantos, que la mayoría de las veces eran improvisaciones, nacieron recitados que tuvieron sus orígenes en asuntos tradicionales y mitológicos. Así fueron creciendo las fiestas dionisias y adquiriendo prestigio porque traían al presente las gestas de los antecesores y cultivaban el amor al lugar de nacimiento. También solían salir carros, que recorrían las poblaciones con actores. Éstos, tomando al carro como escenario, representaban fragmentos de la mitología y hazañas de remotos héroes.

Es verdad que hay mucho de incierto sobre estos temas, pero importantes testimonios y resultados de distintas investigaciones nos conducen a pensar que el pueblo griego se caracterizó por poseer un espíritu sensible, una rica imaginación y mucho ingenio.

Como sabemos, en la cultura griega se consideraban relevantes innumerables divinidades, nacidas del corazón mismo de la naturaleza, entre ellas Dionisos. En su Diccionario de Mitología, Homero Lezama dice, refiriéndose a Dionisos: “Dios de la vegetación, en un principio, se lo asoció tardíamente con el cultivo de la vid y del vino y, a través de los misterios y los comienzos del teatro, dios de las máscaras”. Lezama expresa que en Atenas, Pisístrato instituyó las Grandes Dionisias de las que derivaron la tragedia y la comedia.

Dionisos representa el delirio, lo oscuro, lo misterioso. Se lo relaciona con la embriaguez. Es el que niega todo límite. El modelo está en la música que en Grecia incluía también el género literario.

En “El origen de la tragedia”, Nietzsche se refiere al nacimiento de la tragedia griega a partir del espíritu de la música. Dice: “Con el canto y la danza, el hombre se siente pertenecer a una comunidad superior: ya se ha olvidado de andar y de hablar, y está a punto de volar por los aires, danzando”. Más adelante expresa: “...la tropa soñadora de los servidores de Dionisos se siente transportada por la alegría; el poder de este sentimiento los transforma a sus propios ojos, de tal suerte que se imaginan renacer como genios de la Naturaleza...”. Para Nietzsche, la embriaguez del estado dionisíaco logra abolir los prejuicios y los límites ordinarios de la existencia.

Cabe pensar que en los griegos se estaba gestando un rechazo a todo aquello que pretendía instituirse con valor permanente. Y asistían al surgimiento de una conciencia con ansias de expandirse, celebrando la vida y tratando de encontrar modos personales de interpretación de la realidad. Los espíritus, al establecer relaciones enigmáticas con las cosas e impulsados por una imaginación desbordante, encontraban la liberación en el desenfreno de la danza y el canto. El afán creativo lo oculto detrás de aquellas máscaras, de aquellos rostros embadurnados- afloraba entonces. Descender hasta lo sombrío del espacio dionisíaco, sería atravesar límites, descubrir facetas insospechadas y adquirir el derecho de experimentar nuevas emociones. Bajo el hechizo del dios Dionisos, los griegos se sentían metamorfoseados, transformados. Resulta fácil comprender que para los griegos, el arte se constituyó en un apoyo, al mostrarles que existe una riqueza superior -la posibilidad de una infinitud creativa-, que otorga poder en tanto contribuye a la exaltación de la personalidad y al encuentro de zonas donde el espíritu se siente verdaderamente libre.

La imagen de Dionisos como el dios de la fogosidad, atemperaba las contradicciones de la vida, y el arte se tornaba purificación para el espíritu. Bajo la protección de Dionisos, los griegos encontraron un mundo distinto, de inspiración fervorosa, un dinamismo que -sin dudas- ha constituido la verdadera esencia de la obra griega. Una experiencia que, al intentar realzar la condición humana, dejaba a la vera del camino toda forma anquilosada. El ímpetu juvenil de los griegos en un generoso despliegue.

Para cerrar esta breve exposición, quizás resulte útil volver a Nietzsche, quien en la obra ya citada nos dice: “Bajo la influencia de la verdad contemplada, el hombre no percibe ya nada más que lo horrible y absurdo de la existencia. (...) el arte avanza entonces como un dios salvador que trae el bálsamo saludable: él solo tiene el poder de transmutar ese hastío en imágenes que ayudan a soportar la vida”.