Crónica política

El “pejotismo” y la Argentina

 
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Mascaradas.

Rogelio Alaniz

“No es difícil darse cuenta de que vivimos en tiempos de transición, de gestación de una nueva época”. Hegel

La primera persona que me habló del “pejotismo” fue Néstor Kirchner. La vida nos depara esas sorpresas. Para esa época, Kirchner tenía las mismas probabilidades que yo de ser presidente. No recuerdo por qué motivos este señor estuvo en Santa Fe, pero lo cierto es que lo entrevisté para el programa de Cable&Diario. Fue la primera y, seguramente, última entrevista.

Recuerdo que habló de muchas cosas e hizo muchas promesas, pero en su charla la palabra “pejota” y “pejotismo” aparecía a cada rato, más como un adjetivo que como un sustantivo. Poco familiarizado con las jergas peronistas, en algún momento le pregunté a qué se refería. Entonces me explicó que el “pejotismo” es la antítesis del verdadero peronismo; el pejotismo es la claudicación, el aparato corrupto, la traición y la transformación de un movimiento revolucionario en una estructura conservadora. Lo escuché en silencio y no hice más preguntas. Estaba todo claro; demasiado claro.

En política a las palabras hay que cotejarlas con el tiempo. Allí se ponen a prueba. Con Kirchner no fue la excepción. Llegó al poder y luego de merodear por la concertación y la transversalidad se transformó en un devoto del “pejotismo” en sus peores variantes. No me sorprendió. Menem había hecho algo parecido; Duhalde también. Y el que venga hará más o menos lo mismo.

De acuerdo con las enseñanzas de la historia, bien podría decirse que los peronistas pasan, pero el “pejota” queda. La variente puede ser liberal o popular, filofascista o filoconservadora, pero el “pejota” como estructura de dominación siempre se actualiza. Es más, la condición de su sobrevivencia reside precisamente en ese talento para travestirse. A esas maniobras los peronistas juran que la aprendieron en el libro de su jefe: “Conducción política”. Es probable que así sea, pero convengamos que, a juzgar por los resultados, el maestro debe estar orgulloso de sus alumnos.

Por lo menos los hechos así se empecinan en demostrarlo. Hoy lo que se agota es Kirchner y señora, pero lo que renace vivo de las cenizas es ese aparato de poder. Sus titulares pueden ser De Narváez, Macri, Reutemann, Scioli, Duhalde o el que sea. Puede haber roces y peleas entre unos y otros, pero lo que los hechos enseñan es que el dispositivo de poder siempre sobrevivirá a las anécdotas de los nombres.

El tema merece reflexionarse, porque en los últimos veinte años esa estructura de poder gobernó en la Argentina durante dieciocho años. Los dos años que estuvo en la oposición no le impidió mantener intactas las redes del poder, es decir, los sindicatos, los caciques de las provincias, las estructuras corporativas legales e ilegales y la formidable corte de intendentes del cono urbano.

El “pejota” como sistema de control y cultura del poder merece estudiarse, porque es la expresión más eficaz del poder dominante en la Argentina. Su vigencia está instalada en el sentido común de los argentinos. Cuando los peronistas, muy sueltos de cuerpo, dicen que ellos son los únicos capaces de gobernar en la Argentina, no mienten. O por lo menos creen en lo que afirman.

La pregunta a hacerse en estos casos es la siguiente: ¿qué quieren decir cuando se presentan como los exclusivos titulares del arte de gobernar en la Argentina? Puede que muchas cosas, pero la principal a juzgar por su práctica social no está dicha de manera expresa, pero sí sugerida, a veces cínicamente sugerida. Trato de traducirlos: nosotros somos los exclusivos interlocutores del poder, de todo el poder, del legal y el ilegal, del decente y del indecente. Sólo nosotros tenemos muñeca y estómago para realizar estas faenas. Nosotros y nadie más que nosotros. Cualquier otro que lo intente va a fracasar, entre otras cosas porque nosotros nos ocuparemos de ello.

El “pejotismo” es, entonces, la variante conservadora de la dominación efectiva en la Argentina. Si la oligarquía es el poder concentrado de unos pocos, está claro que los Kirchner, los Menem y los Duhalde expresaron, cada uno en su estilo, ese régimen oligárquico. No es arbitrario compararlo con el sistema conservador de los años treinta, esa red legal y semimafiosa que controlaba jueces, policías, corrompía empresarios y alentaba negociados como los de las carnes y contaba con la colaboración y complicidad del hampa en cualquiera de sus versiones.

Una aclaración en homenaje a la templanza es pertinente. El “pejotismo” incluye siempre algo más que corruptos, mafiosos y conservadores. En su interior se agitan impulsos militantes, se expresan consignas críticas, pero en lo fundamental lo que siempre decide es el compromiso con el poder. Siempre el “pejotismo” encontrará a escribas decididos a firmar alguna carta abierta. Siempre. Asimismo, siempre estará abierta la posibilidad de echarlos de la plaza cuando se pongan molestos. Echarlos, o algo peor.

Una radiografía de cómo se distribuye este sistema permite apreciar una cúpula integrada por dirigentes relacionados con empresarios amigos y funcionarios del poder. En el nivel intermedio se distribuye un vasto conglomerado de operadores y funcionarios que viven desde hace años de la rentas del Estado y por lo tanto defienden estas cuotas de poder con uñas y dientes. Hoy privatizan, mañana estatizan; hoy indultan, mañana juzgan; hoy se juntan con Fidel, mañana les besan los pies a Bush.

Por último, en la base, se extiende un amplio abanico de necesidades que se resuelven por la vía del clientelismo. En la actualidad, la clientela es decisiva a la hora de asegurar la reproducción del poder. En este punto, el célebre “teorema de Lamberto” se cumple al pie de la letra: mientras haya pobres habrá peronistas, de lo que se deduce que el objetivo estratégico del peronismo es lograr que los pobres nunca dejen de ser pobres. La ideología en el “pejotismo” cumple las funciones previstas por Marx: disimular, encubrir o justificar la realidad. Es por ello que para el caso da lo mismo ser liberal, conservador o izquierdista. El traslado de un ámbito al otro se suele realizar sin demasiadas complicaciones y culpas. En el camino quedan algunos heridos o rezagados, pero esto forma parte de las reglas del juego.

Con los Kirchner, el discurso neoliberal impuesto por Menem fue desplazado por un discurso nacional y popular. Las cortinas de humo en estos casos pueden adquirir diversas tonalidades, transitar del negro al celeste, del rojo al rosado, pero para lo que importa, nunca dejan de ser cortinas de humo destinadas a ocultar o semiocultar lo que interesa.

La distancia abismal entre lo que se dice y se hace; entre lo que se cree y se practica, es otro de los rasgos distintivos de esta cultura. Los Kirchner no vacilan en defender un modelo nacional e industrialista, pero cuando están en apuros, al dinero lo depositan en los bancos extranjeros. Ponderan la industria, pero su fortuna personal la hacen en operaciones inmobiliarias, promoviendo actividades turísticas, comprando hoteles o instalando casinos y garitos.

Las posibilidades de renovación de este sistema son prácticamente nulas. Lo sustituye una increíble capacidad para transitar impávidos de la derecha a la izquierda, del liberalismo más rancio al nacionalismo más radicalizado, pero ninguna renovación es posible en una estructura confundida con las redes materiales del poder.

Los Kirchner se van. Se irán en el 2011 o antes, pero se van. Lo que no se irá es el sistema de dominación que los apuntala y que los sobrevivirá. El pasaje de la izquierda a la derecha ya se está haciendo. La disputas en el interior del poder sindical expresan también esta necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos. Las ofertas que presentan son emblemáticas: o nos quedamos con Moyano o lo llamamos a Barrionuevo. El “pejotismo” siempre se las ha ingeniado para presentarnos opciones maravillosas.