María Mutema en el “Gran Sertón”

Por João Guimarães Rosa

María Mutema era un señora vivida, una mujer en precepto sertanejo. Si sintió, fue en sí, si sufrió mucho no lo dijo, guardó su dolor sin demostración. Pero eso por allá es regla, entre gente que se diga, y por lo visto a nadie le llamó la atención. Lo que dio la nota fue otra cosa: fue la religión de la Mutema, que de ahí comenzó a ir a la iglesia todo el santo día, además de que ahora cada dos por tres se confesaba. Terminó devota —se decía— múnicamente constante en la salvación de su alma. Siempre de negro, conforme las costumbres, mujer que no reía —leña seca. Y, estando en la iglesia, no sacaba los ojos del sacerdote.

El sacerdote Padre Ponte era un buen hombre, de mediana edad, medio gordo, muy descansado en los modos y estimado por todos. Sin irreverencia y, a decir verdad, tenía una mácula: él no observaba. Había generado tres hijos, con una mujer simplona y desenvuelta, que gobernaba la casa y cocinaba para él, y también respondía al nombre de María, conocida por el apodo asumido de María del Padre. Pero no vaya el señor a lechucear por maliciar escándalo mayor —con la ignorancia de los tiempos, antiguamente, esas cosas podían suceder, todo el mundo lo encontraba sin importancia. Los hijos, bien criados y bonitos, eran “los niños de la María del Padre”. Y en todo lo demás el Padre Ponte era un vicario de una nutrida grey, cumplidor y caritativo, pregonando con suma virtud su sermón y atendiendo en cualquier hora del día o de la noche, para llevar a los labradores el consuelo de la santa hostia del Señor o de los santos óleos.

Pero lo que se supo luego, y de eso se habló, constaba de dos partes: que la María Mutema tuviese tantos pecados para necesitar cada dos por tres de penitencia de corazón y boca; y que el Padre Ponte mostrase un disgusto visible por tener que prestarle el padreoído a ella en aquel sacramento, que entre dos sólo pasa y entre dos tiene que ser resguardado en secretos con candados. En realidad, contaban que las primeras veces el pueblo percibía que el padre reñía con ella, terrible, en el confesionario. Pero la María Mutema se desarrodillaba de ahí, con los ojos bajos, con tanta humildad serena, que parecía más bien una santa padecedora. Después, a los tres días retornaba. Y se vio bien que el Padre Ponte todas las veces hacía una cara de verdadero sufrimiento y temor, en el tener que ir, bajo yugo, a escuchar a Mutema. Iba, porque confesión clamada no se niega. Pero iba en virtud de ser padre, y no por ser sólo hombre, como nosotros.

Y de ahí mas que, pasando el tiempo, como se dice: en lo discurrido, el Padre Ponte se puso enfermo, de dolencia de muerte como se vio luego. De día en día, él adelgazaba, se irritaba, tenía dolores y finalmente se acalaveró con un color amarillo de hoja de maíz viejo: daba pena. Murió triste. Y desde entonces, incluso cuando llegó otro padre para San Juan León, aquella mujer María Mutema nunca más volvió a la iglesia, ni para rezar ni para entrar. Cosas que pasan. Y ella, dado que estaba viuda taciturna, que no cedía al diálogo, nadie alcanzó a saber por qué ley procedía y pensaba.

Por fin, en el mientras tanto, pasados los años, fue tiempo de misión y llegaron a la aldea los misioneros. Éstos eran dos padres extranjeros, bien fuertes y de caras coloradas, clamando sermones poderosos, con alta voz y con fe valiente. De la mañana a la noche, en un durado de tres días, estaban siempre en la iglesia predicando, tomando confesión, extrayendo rezos y aconsejando con entusiasmados ejemplos que alineaban al pueblo en el rumbo correcto. Su religión era higienizada y enérgica, con tanta salud como virtud; y con ellos no se jugaba, pues tenían de Dios algún poder encubierto, conforme el señor verá, por lo que sigue. Sólo que en la aldea fue propagándose aquella buena bienaventuranza.

Lo que sucedió fue el último día, esto es, en la víspera, pues al siguiente, que era domingo, iba a ser fiesta de comunión general y gloria santa. Y fue de noche, acabada la bendición, cuando uno de los misioneros subió al púlpito para la prédica y se volvía para comenzar de rodillas, rezando el salve reina. Y fue en ese momento que entró María Mutema. Hacía tanto tiempo que no comparecía en la iglesia, ¿por qué fue, entonces, que se le dio por venir?

Pero aquel misionero se gobernaba con otras luces. María Mutema fue entrando y él se interrumpió. Todo el mundo se llevó un gran susto: porque el salve maría no es oración que pueda partirse al medio. Una vez que es comenzada de rodillas, tiene que tener sus palabras seguidas hasta el sinfín. Pero el misionero retomó la frase, sólo que con la voz demudada y eso se vio. Y, en cuanto el amén, él se levantó, creció en el borde del púlpito, rojo como brasa, e inclinado dio un puñetazo en el palo del parapeto, pareciendo un tigre toro. Y fue que gritó: —“¡La persona que entró última, tiene que salir! ¡Pa’fuera, que salga ya, ya, esa mujer!”.

En el aterrorizamiento, todos miraban al acecho a María Mutema.

—“¡Que salga, con sus malos secretos, en nombre de Jesús y de la Cruz! Si todavía es capaz de arrepentimiento, entonces puede ir a esperarme ahora mismo, que voy a oír su confesión... ¡Pero esta confesión tendrá que hacerla en las puertas del cementerio! ¡Que vaya y me espere allá, en las puertas del cementerio donde están los dos difuntos enterrados!”...

Esto mandó a hacer el misionero: y los que estaban adentro de la iglesia sintieron el arrojo de los ejércitos de Dios, que trabajan en hondura y sumidad. Causó horror. Las mujeres soltaron gritos y a los niños, otras se desplomaban en el piso, nadie quedó sin arrodillarse. Muchos, muchos de ellos lloraban.

Y María Mutema, solitaria, de pie, de negro, magra desencajada, hizo un gemido de lágrimas y exclamación, berrido de cuerpo que la faca destroza. ¡Pidió perdón! Perdón fuerte, perdón de fuego, para que la dura bondad de Dios bajase sobre ella en dolores urgentes, antes de la hora cualquiera de nuestra muerte. Y rompió a hablar por entre llantos, ahí mismo, y se confesaba buscando el perdón de todos. Confesión por edicto, consonantemente, ejemplo para temblar, rayo de pesadilla para quien lo oía, el público, que rasgaba hartazgo, porque como que contrariaba el orden de cosas y el quieto habitual del vivir trastornaba. A lo que ella, monstruo pantera, había matado al marido —y que ella era cobra, bicho inmundo, resto de lo podrido de todos los estiércoles. Que había matado al marido aquella noche, sin ningún motivo, sin ningún daño por parte de él, sin causa alguna; ¿por qué?, no lo sabía. Lo mató mientras él estaba durmiendo, así vació en el agujerito de su oído; por un embudo, un terrible resbalar de plomo derretido. El marido pasó, ahí lo que dijo —de hueco a huero, del dormir para el morir; y la lesión que tuvo en el orificio de su oído nadie la vio, no se notó. Y después, para fastidiar al Padre Ponte, también sin tener queja ni razón, en el confesionario, amargante mintió: dijo, afirmó que había matado al marido a causa de él, del Padre Ponte —porque gustaba de él en fuego de amores y quería ser su concubina... Todo mentira; ella no quería ni gustaba. Pero con ver al padre en justo enojo, ella le tomó el gusto y era un placer de perro que aumentaba cada vez más, porque él no estaba en poder de defenderse de ningún modo y era un hombre manso, un pobre infeliz, un sacerdote. Todo el tiempo ella iba a la iglesia, confirmaba lo falso, declaraba más y más. Edificar el mal. Y de ahí, hasta que el Padre Ponte enfermó de disgusto y murió en callada desesperación... ¡Todo era crimen y ella lo había hecho! Y ahora imploraba el perdón de Dios, a los alaridos, desgreñándose, torciendo las manos y después levantándolas en alto.

Pero el misionero, en el púlpito, entonó fuerte el ¡Bendito, loado sea! — y, mismo mientras cantaba, hacía gestos a las mujeres para que todas salieran de la iglesia, dejando en ella sólo a los hombres, porque la última oración de cada noche era solamente siempre para los oyentes señores hombres, como es conforme.

Y al otro día, domingo del Señor, la aldea ilustrada con arcos y cuerdas de banderines, el estruendo de fiesta, muchos cohetes, misa cantada, procesión —pero todo el mundo sólo pensaba en aquello. María Mutema, recogida provisoria presa en la casa de la escuela, no comía, no se tranquilizaba, siempre de rodillas, clamando su remordimiento, pedía perdón y castigo, y que todos fueran a escupir en su cara y molerla a palos. Que ella —exclamaba— se merecía todo eso. Entretanto, desenterraron de la tumba los huesos del marido: se cuenta que la gente sacudía la calavera, y la bola de plomo se sacudía allá dentro, ¡hasta tintineaba! Tanto, por obra de María Mutema. Pero ella se quedó en San Juan León todavía una semana más, los misioneros se habían ido. Vino la autoridad, delegado y soldados, se llevaron a la Mutema para culpa y juicio, a la cárcel de Arazual. Sólo que, en los días en los que todavía estuvo, el pueblo la perdonó, venían a darle palabras de consuelo y a rezar con ella. La trajeron a la María del Padre y a los hijos de la María del Padre, para que la perdonaran también; tanto actos elevados producían bienes y edificación. Incluso, por la arrepentida humildad que ella principió en tan pronunciado sufrir, algunos decían que María Mutema estaba volviéndose santa.

(Fragmento de “Gran Sertón: Veredas”, de JoÆo GuimarÆes Rosa. Traducción de Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2009).

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“Figura em azul”, de Tarsila do Amaral.