La vuelta al mundo

La Unasur y su futuro

Rogelio Alaniz

La reunión de Bariloche concluyó con un acuerdo civilizado. Se advirtió sobre el peligro de las bases norteamericanas en América Latina pero no se condenó a Colombia. Como suele suceder en las reuniones diplomáticas, lo que predominó fue la tendencia al consenso. No cabía otra alternativa. Hacer algo diferente o transformar la reunión de Bariloche en un ring levantado para nockear a Uribe hubiera significado la ruptura de la Unasur.

La foto de los mandatarios saludando sonrientes no es más que eso, una foto de compromiso que no alcanza a disimular los desacuerdos -en más de un punto irreversibles- entre los principales protagonistas. Que haya diferencias de criterios en un organismo internacional no sólo es inevitable sino también deseable. El problema de fondo, en cualquier caso, es si esas diferencias se subordinan a estrategias de más largo alcance, recordando al respecto que cuando se fundó la Unasur se habló de un proceso de integración parecido al de la Unión Europea.

Tal como se presentan los hechos, hasta el momento lo que se conocen son las diferencias, porque con respecto a las estrategias no hay grandes novedades y nadie ha dicho algo importante hasta la fecha salvo que alguien crea que la definición de socialismo del siglo XXI promocionada por Chávez es importante o digna de ser tenida en cuenta.

Retornado a la reunión de Bariloche, debería decirse, en primer lugar, que todos los protagonistas tienen una cuota de verdad. Esto suena muy lindo o muy relativista, pero si se presta atención, lo lindo puede convertirse en patético. En principio, las naciones de América Latina hacen bien en advertir sobre la presencia de tropas norteamericanas en la región. Atendiendo a la experiencia del siglo veinte, no se puede ni se debe contemplar con indiferencia que los célebres marines desembarquen en algún país de la región como si estuvieran paseando.

Al margen de que Obama puede despertar expectativas renovadoras, a nadie escapa que la gravitación del imperio va más allá de una presidencia. En Estados Unidos, se sabe, los presidentes pasan, pero el Departamento de Estado, el FBI y la CIA quedan. Esta verdad elemental la conocen todos los políticos de América Latina, y también Obama.

Por lo tanto, es justo que las naciones adviertan sobre este desembarco. Estados Unidos ha hecho los méritos necesarios en el siglo veinte para que en América Latina todos, o una gran mayoría, desconfíen de sus buenas intenciones. En esa desconfianza tal vez haya algo injusto, pero convengamos que las enseñanzas de la historia no dejan mucho margen para miradas ingenuas con respecto al imperio.

Si bien es verdad que la diplomacia de las cañoneras y la política del garrote ya no se practican como antes, no es menos cierto que después de lo sucedido en Irak, cualquier nación del mundo -y con más razón las latinoamericanas- tiene derecho a desconfiar de un imperio que decide invadir una nación, luego admite que las causas de la invasión no eran reales y no obstante ello sigue ocupando el territorio y, lo más importante, haciendo buenos negocios con el petróleo.

Puede que en esta etapa histórica el objetivo militar de Estados Unidos no sea su habitual patio trasero, sino Medio Oriente y la zona del Golfo. Cabe esa posibilidad. De todos modos, ningún mandatario democrático de América Latina puede ser indiferente a un despliegue militar del imperio. No es sólo una cuestión ideológica, es por sobre todas las cosas una cuestión de realismo político que parte de reconocer cuál es la lógica de las relaciones internacionales entre potencias centrales y periféricas.

En el caso que nos ocupa, los soldados norteamericanos no llegan a Colombia en tren de invasión sino invitados por el presidente más popular de la historia del país en los últimas décadas. Tampoco vienen a crear bases militares sino que operarán en las bases colombianas y bajo las órdenes de las autoridades de ese país. Uribe personalmente se preocupó por visitar a los presidentes de la Unasur y explicar cuáles son los alcances y los límites de esta asistencia militar.

Ninguna de estas consideraciones impidió que un presidente como Lula presentara sus objeciones razonables y justificadas. En el caso de Chávez y Morales el tema adquiere un sesgo ideológico más marcado. El presidente de Venezuela fue el primero en hablar de vientos de guerra y plantear que lo sucedido responde a una estrategia de dominación de los yanquis en el continente.

¿Chávez cree en lo que dice? Es posible. Pero más allá de su subjetividad, está claro que los niveles de conflictividad que plantea son funcionales a una estrategia política que ha hecho del enfrentamiento verbal contra los yanquis su principal razón de ser. De todos modos, así como Uribe debe responder por las tropas norteamericanas Chávez debería responder por sus acuerdos militares con Irán y Rusia, así como por su intervención -con asesores y fondos- en distintos países latinoamericanos.

La presencia militar yanqui en la región no es agradable, pero habría que preguntarse si la presencia de rusos y terroristas islámicos es deseable. En la misma línea, sería interesante preguntarse por qué nunca se dice nada sobre la descarada presencia de tropas y asistentes militares cubanos en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Nicaragua. ¿O vamos a seguir creyendo en el cuento de que la asistencia militar cubana es solidaria y humanista?

Abierto el debate en Bariloche, Uribe exigió que los discursos sean transmitidos por televisión. Algunos mandatarios se opusieron, pero finalmente se aprobó esa moción que, curiosamente, ubica a un mandatario de derecha planteando posiciones críticas a lo que en otros tiempos se consideró la diplomacia burguesa. Conversando con un viejo amigo de izquierda le decía, un poco en broma un poco en serio, que el antecedente de Uribe hay que buscarlo en Lenín y Trotski cuando después de la Revolución de Octubre hicieron público su manifiesto contra la diplomacia secreta de los gobernantes burgueses y dieron a conocer todos los tratados secretos firmados por el zar con sus aliados en la guerra.

No creo que Uribe haya tenido en cuenta estas consideraciones históricas para exigir lo que exigió. Lo cierto es que reclamó las garantías del caso para hacerse presente en un escenario donde estaba en absoluta minoría. Al respecto conviene recordar que Uribe es el único mandatario que realmente tiene un problema gravísimo de gobernabilidad en su país. Casi cincuenta años de guerrilla -que ocupa una importante porción del territorio nacional-, desarrollo de bandas de narcotraficantes a derecha e izquierda y bandas parapoliciales operando con su habitual brutalidad, dan cuenta de una situación grave que reclama, para su solución, decisiones también graves e incluso riesgosas.

Uribe requiere no sólo la presencia de tropas norteamericanas para luchar contra una guerrilla anacrónica y corrupta y las bandas mafiosas del narcotráfico; a la vez, exige de las naciones de la Unasur la solidaridad en esa lucha. Es más, en el caso de Venezuela y Ecuador lo que pretende con pruebas en la mano es que dejen de brindarle asistencia militar a los guerrilleros de las Farc.

Todos estos reclamos merecen discutirse, pero está claro que atendiendo a las declaraciones fundacionales de la Unasur y a su reafirmación de los procesos democráticos, estas exigencias son razonables, tan razonables que finalmente no salió la condena y, desde este punto de vista, el presidente Uribe fue el ganador del encuentro.

Tema pendiente hacia el futuro es saber si la Unasur ha ganado algo en estos tiempos y, sobre todo, si tiene futuro un organismo internacional que para muchos de sus protagonistas tiene como destino transformarse en arma de la lucha ideológica en la región. Sin entrar en detalles acerca de la justicia o la injusticia de esa lucha, convengamos que ése no es el clima ideal para alcanzar un acuerdo parecido al que logró en su momento la Unión Europea, el paradigma de la integración buscada en su momento por todos los firmantes de la Unasur.

La Unasur y su futuro

Diálogo. En la gran mesa tendida en un salón del Hotel Llao Llao, los presidentes discutieron, en vivo y en directo, posiciones y conflictos que crean tensión en América del Sur.

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