¿Resignados al fracaso...

o condenados al éxito?

Osvaldo A. Acastello

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Si analizamos qué nos pasó a los argentinos en los últimos 50 años, la conclusión es que no hemos hecho muy bien nuestros deberes. Con sólo pensar que, de estar entre los 10 países mejor posicionados y con mejores perspectivas en el mundo en las primeras décadas del siglo XX, hoy no figuramos entre los primeros 60, es evidente que el rumbo no ha sido el adecuado. Como nuestra habilidad para señalar culpables no tiene límites, nos sería muy fácil encontrarlos. Pero no es el objetivo de esta propuesta.

Recordemos que los países que más crecieron, lo hicieron sobre la base de un proyecto -tanto cultural como económico- que no tuvo mayor variación en el tiempo. Los cambios de gobierno no tuvieron la necesidad de arrancar nuevamente de cero. Simplemente pusieron su mira en la consolidación del modelo, en administrarlo bien, tratando siempre de potenciarlo y mejorarlo. Nosotros, por el contrario, sin consenso y cada cual con su librito, optamos por imponer el proyecto propio.

Hagamos de esto un breve análisis. El modelo del sector laboral ¿es el mismo que el del sector empresario? El sector empresario ¿tiene un único proyecto o tiene varios? El campo ¿tiene alguna coincidencia con la industria? Los partidos políticos, o quienes los lideran ¿tienen una visión global o cada uno tiene la suya? Y dentro de cada uno ¿cuántas hay?

Repasemos algunos nombres, no para sumar críticas sino para tratar de ser objetivos. Analicemos al justicialismo: ¿hay alguna coincidencia con la visión de Juan D. Perón? ¿algún parecido entre Carlos S. Menem, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner o Carlos A. Reutemann? ¡Ninguno! En la oposición, ¿existe la posibilidad de un acuerdo para tener un proyecto consensuado? ¡Jamás! ¡nada más lejano!

Por lo tanto, ante esta realidad, tenemos que resignarnos al fracaso. Nuestro rumbo semeja el camino del serrucho: crecemos algunos años y luego retrocedemos mucho más. Nuestro decrecimiento, sumado al avance de otros países, nos deja cada día peor posicionados en el contexto mundial. A los sectores productivos, individualmente nos puede ir muy bien o muy mal, depende del humor de quienes circunstancialmente estén en el poder, porque una simple devaluación le cambia la vida en un instante a cualquier empresa, para bien o para mal. Navegamos a la deriva y sin timón.

El sector político, con la cantidad de ideas y partidos existentes, con proyectos e intereses totalmente opuestos hacen inviable cualquier tipo de consenso.

Si coincidimos en este análisis, intentemos esbozar una propuesta, con la humilde pretensión de lograr que al menos sirva para reflexionar y encontrar un camino común.

Como punto de partida, deberíamos tener un sistema político bipartidista. Sólo dos partidos que podrán alternarse o no en el poder, pero con un único modelo de país. El gobierno de turno sólo tendrá que pensar en cómo administrar mejor, pero nunca cómo cambiar el modelo.

Un tema no menor: ¿federales o unitarios? Si la federalización de los servicios que brinda el Estado son una conveniencia y una necesidad, la administración y obtención de los recursos deberían seguir el mismo camino: eliminaremos así la discrecionalidad, el amiguismo y el descontrol del gobierno nacional. A la vez, crearemos la responsabilidad en las provincias, tanto de crecer como de recaudar y de controlar sus gastos.

Dejemos entonces de apostar a un cambio sectorial, centremos nuestra discusión para fijar un rumbo consensuado, fijemos en un decálogo los puntos clave que no admitirán cambios y, seguramente, podremos decir sin ruborizarnos: ¡Somos un país condenado al éxito!...