Sociedad

El cine Esperancino fue fundado por Leandro Martín. en la sala de proyección trabajaba Ernesto Dorsaneo, uno de sus operadores. textos MANUEL CANALE / fotos EL LITORAL

El cine Esperancino fue fundado por Leandro Martín. en la sala de proyección trabajaba Ernesto Dorsaneo, uno de sus operadores.

El señor cine

Por lo general, se desconoce la vida privada de una persona detrás de su exposición pública. Tal es lo que ocurrió en Santa Fe con Leandro Martín, una figura estrechamente vinculada a la vida cinematográfica de la ciudad.

Textos MANUEL CANALE / fotos EL LITORAL

Cuando se analiza la existencia de un hombre que ha logrado cierto status social, se ponen en evidencia los resultados que han impulsado dicho reconocimiento. Pero, por lo general, se desconoce el proceso que lo ha llevado a tal posición; la sociedad no se detiene a inquirir sobre los denuedos efectuados hasta alcanzar sus aspiraciones en todos los órdenes de la vida.

Los caminos emprendidos no siempre concluyen con el éxito deseado, lo importante es salir enaltecido y enriquecido con la dicha de saber que se ha puesto el máximo esfuerzo en la búsqueda de las determinaciones y los intereses propios.

Para conocer la vida de Leandro Martín, el primer empresario cinematográfico que tuvo la ciudad de Santa Fe, debemos remontarnos a finales del siglo XIX, cuando nació -en el año 1872- en el pueblo de Neila, España, en el seno de una familia con una posición económica privilegiada. De allí que el dinero nunca fue una preocupación para él, a pesar de los avatares de su vida, al extremo tal que renunció a su herencia por los hechos que se sucederían desde el mismo momento de su llegada a este mundo.

Durante el parto su madre fallece, quedando su asistencia bajo la atenta mirada de su padre. Por motivos desconocidos, muy joven decide alejarse de la tierra que lo vio nacer y crecer, tal vez por la relación con su padre o por motivos que presagiaban un futuro incierto, debido a las pocas posibilidades económicas existentes en la región donde vivía. Lo cierto es que Neila por esos tiempos y, en los años venideros, poseía el encanto y la carestía de los poblados de la época; así lo describen las cartas enviadas por sus familiares en los años posteriores a su arribo a nuestras tierras: “Neila cada día está más muerto, los jóvenes se marchan, los viejos se mueren, así que esto disminuye... Pobres de los que quedamos”, le escribiría su primo al poco tiempo de marcharse.

Pero también conocemos que Neila era una tierra de caballos pequeños para montar y pasear, un lugar para comer truchas fresquitas acompañadas por un rico vermouth, donde en los funerales -como en todos los pueblos y según costumbre de los más pudientes-, se concurría a la misa los doce días que duraba el luto para escuchar el responso por el alma del difunto.

Era un pueblo que se vivía a disgusto. “No se sabe dónde buscar un agujero y marcharse porque en los negocios no se hace nada, a gotas para comer, y luego están los cobros, cosa perdida, cobra uno mal, tarde y con disgusto, así que uno se hace viejo antes de tiempo y en la juventud nuestra, ésto no es vivir. Toda esta situación empeora con la guerra, donde los negocios por las circunstancias y el mal mundial, para la mayoría son malos; para algunos -la minoría- los negocios son colosales y se enriquecen muchísimo. Procurar conservar la salud y las energías para esperar la terminación de la guerra que ya no puede durar mucho, entrando Grecia y Rumania con los aliados”. Estas líneas fueron escritas por su familia varios años después de marcharse Leandro de su casa; tal vez su predicción de no prosperar en un pueblo con un futuro incierto, fue el motivo principal para que se haya alejado de allí muy joven.

Aun así, nunca dejó de pensar en su familia y su pueblo, en la tierra de don Segundo el Gallego, del señor Anselmo, don Cirilo y Baldomero, del teniente, el maestro, y Elías, secretario del Ayuntamiento, que se “comían todos los fondos del municipio”; de Clemencia, que se fue de sirvienta a un pueblo de Navarra con una familia que se estableció un tiempo en Neila con una botica; de Piedad y Andrés, sus primos, que le escribían a la Argentina y concluían sus cartas reclamando su contestación a la viva voz de “adiós perezoso” ante la falta de respuestas a las misivas que éstos le enviaban.

Tierra de Clemencia y Ruperta Martín, la que a través de una carta le pide “perdón por una pieza de tela que tomé de su padre fallecido (Q.E.P.D.) seis años atrás, de la cual me tomé la libertad de hacer un vestidito para mi sobrino y que -claro está- sobraría algún vetucillo de poca o ninguna importancia. La necesidad me obligó a cometer ese abuso, que no dudo me perdonará”.

RUMBO A LA ARGENTINA

Con esta historia familiar y con pocas pertenencias Leandro decide emigrar a nuestras tierras para consumar sus anhelos, sin más que sus manos, su inteligencia y sabiduría, como herramientas para labrar su apellido en la historia del entretenimiento santafesino.

A su arribo a Buenos Aires, para su sustento recurrió a todas las argucias que le fueron posibles; en un principio como maletero en la terminal de trenes. Luego se traslada al pueblo Colonia Esperanza, en la provincia de Santa Fe, colonia agrícola próspera, punto de partida y encrucijada que le va a permitir establecerse definitivamente en nuestra ciudad, con bordes delineados por albardones, de casa bajas con moradores inmigrantes recién llegados, con veleros de ultramar que transportaban el trigo de las colonias por tren a través del extenso muelle que penetraba la laguna y miraba hacia el poblado que apenas superaba los 22.000 habitantes.

Volviendo al pueblo de Esperanza, fue la localidad donde Leandro conoce a María Enriqueta DuPont siendo muy jóvenes ambos. Contraen matrimonio y fecundan seis hijos: el primero de ellos, Juan, fallece a los pocos días de nacido y fue sepultado en Esperanza, luego trasladado a la ciudad de Santa Fe cuando deciden instalarse en ésta. Dora llega al mundo a finales del siglo XIX; luego seguirán Juan Rafael en el nuevo siglo, las mellizas María Eugenia y Haydé en 1905, y José Marcos en el año 1917.

En Esperanza, a finales del XIX Leandro se dedica al desmonte de terrenos poblados de árboles para su posterior venta como leña; así lo confirman los contratos con los dueños de los campos de esa región. Uno de ellos lo rubrica con Clara Schneider de Esser, comprometiéndose en el lapso de nueve meses, a “cortar a flor de tierra todo árbol o todo aquello que le conviene y que se hallan en el terreno”.

Para llevar a cabo esta empresa, Leandro empeña un título de propiedad de un terreno edificado localizado en el pueblo colonia San Cristóbal, “diez animales yeguarizos y dos animales vacunos”. El impulso de llevar adelante sus actividades comerciales lo conduciría a empeñar las pocas posesiones que tenía y que había logrado con su esforzado trabajo.

LAS PRIMERAS PROYECCIONES

Con el advenimiento de un nuevo siglo, y con la llegada de un nuevo hijo, deciden trasladarse a Santa Fe, estableciéndose por esos tiempos en los límites de la ciudad con un comercio de ramos generales y depósito de forrajes en la esquina de Boulevard Gálvez y San Luis, al que denominó “El Esperancino”, en agradecimiento a la primera colonia agrícola que le brindó su primer espaldarazo, lugar donde encontró al amor de su vida, María Enriqueta, y donde descansaron los restos de su primogénito durante un tiempo.

Leandro, inquieto y con ganas de ampliar su negocio, ingresará al mundo de las cintas o vistas -como se las llamaba comúnmente en esa época-, construyendo un cine al aire libre en el amplio patio del almacén. Y, como era costumbre en los bares al aire libre, con sillas y mesas dispuestas para saborear el vermouth, un vino o un licor en las tardecitas calurosas de la ciudad.

Anexó a todo ese provecho “películas morales”, primeras vistas que se apreciaban en la ciudad en el inicio de un nuevo siglo, ya que desde aquellas primeras proyecciones -en octubre de 1896- hasta esa fecha, no se registran actividades con este tipo de emprendimientos en forma intensiva.

Así ingresa a este fantástico mundo en donde se advierten algunos progresos en las cintas que van llegando, comparándolas con esa primera experiencia, donde ya se perfilaban producciones más largas, primeros intentos de comedias, con habitaciones recargadas de muebles y detalles ornamentales.

La función con derecho a consumición valía 0.20 centavos. A partir de la segunda década del siglo XX y observando las bondades económicas del negocio que vislumbraba un éxito asegurado, Martín decide arrendar el cine teatro Jardín de Italia, ubicado en calle Junín 280 (2457 en la actualidad), donde años más tarde será edificado el cine teatro Moderno, actualmente Centro Cultural Provincial. Su dueño, Carlos Podio, alquila a don Leandro el espacio que hasta ese momento se encontraba administrado por la Unión Comercial Estudiantil, continuando con las actividades que se venían desarrollando; es decir, propuestas teatrales con las compañías nacionales de drama y comedia, compañías españolas, operetas, zarzuelas y el espectáculo cinematográfico.

Con el local recién adquirido, se aseguraba la continuidad de las proyecciones durante todo el año, ya que durante el invierno o los días de lluvia debía interrumpir las proyecciones. Era una época difícil para conseguir películas, las que eran generalmente de dos, tres y seis rollos como máximo, lo cual generaba contratiempos en las proyecciones, especialmente durante la primera guerra mundial.

Nace el “Esperancino”

Fue durante el año 1913 cuando Martín decide establecer un lugar definitivo, cómodo y confortable para las proyecciones cinematográficas, alquilando un amplio terreno y casilla (34, 64 mts. x 34.64 mts.) propiedad de Domingo Franchino, en la esquina de Boulevard Gálvez y Marcial Candioti. En este amplio lote decide contratar a Fortunato Pucci y Lorenzo Vicenzi para que construyan una casa de madera, con baños y todo lo necesario para erigir el primer “Esperancino” -ya sin el artículo-, lugar que durante mucho tiempo será un referente en el próspero y espacioso barrio Candioti.

La sala será reconocida por convocar a un distinguido grupo social, prodigándole el carácter popular y familiar por el cual trabajaba don Leandro mientras administraba la sala.

Durante esa época Martín, un apasionado de los avances tecnológicos, se paseaba por la ciudad con calles de macadám y adoquinados -otras polvorientas-, con su recién llegado Ford Modelo “T”, uno de los tres que acaban de desembarcar en el recién inaugurado puerto, destacándose de los demás vehículos por sus faros de carburo de bronce y tapizado estilo “Capitoné” (2) y por un fúlgido color rojo que había pedido especialmente.

De empresario a realizador

En los años “20, junto a Leopoldo Samper, un recién incorporado empresario santafesino que aprende del negocio gracias a don Leandro, deciden asociarse y arrendar el cine Avenida, y ampliar los negocios alquilando en la ciudad de Buenos Aires y Rosario un lote importante de películas. Idearon rápidamente el sistema de alquiler, lo que impone una nueva modalidad: renovar todos los días los programas de sus dos cines, ofreciendo funciones completas a diez centavos la sección y veinte la vuelta entera (3).

A medida que avanzan los años, su relación con Samper se afianza, como así también sus negocios. Es por eso que, además de arrendar otra sala vinculada al espectáculo, como el cine Charmat Cinema, deciden adquirir el material de las principales compañías cinematográficas americanas y europeas; éstas se encontraban controladas por la Sociedad General Cinematográfica, empresa que impone la modalidad de alquiler de películas, sin necesidad de comprarlas.

En uno de sus viajes a Buenos Aires adquiere una filmadora, propiedad de Federico Valle, e intenta producir películas de cortometrajes en nuestra ciudad. Realiza algunas tomas de la actualidad -como la visita del General Uriburu a Santa Fe- y produce cuatro documentales: “Santa Fe histórica y colonial”, “Esperanza”, “Instantáneas de Santa Fe y Paraná” y “San Francisco”. Algunas de cuyas tomas fueron utilizadas luego por Ferreyra para su película “La casa de los cuervos”.

El incendio del depósito que tenía Samper en Rivadavia y Crespo, hizo desaparecer tan valiosos documentos (5).

UNA VIDA PLENA

A finales de los años 20, con su negocio en pleno apogeo, logrado a partir del denodado esfuerzo a través de muchos años de intenso trabajo, Leandro se procuró no sólo invertir en las salas y las demás áreas afines, sino también en propiedades para uso familiar, a las cuales alquilaba.

Es entonces que decide desvincularse de la actividad cinematográfica y así conseguir un merecido descanso luego de tantos años de proyectos cumplidos, vendiendo todo lo relacionado con las salas y las películas a la compañía de Leopoldo Samper, empresa que logra con esta adquisición encumbrarse en lo más alto del entretenimiento, pasando a tener el control de la mayor cantidad de salas esparcidas por la ciudad.

Con el cambio de década, en 1930 decide retornar a la actividad impulsado por el apoyo de su familia, y adquiere nuevamente el control administrativo del Teatro Moderno, otrora Il Giardino D’Italia. La nueva empresa se denomina Leandro Martín e Hijos, llevando esta vez sólo el manejo teatral del local, y -como en un principio- establece contacto con las diversas compañías que llegan a la ciudad cargadas de giras, no sólo nacionales sino también extranjeras.

En 1931, con los balances negativos en una época poco propicia para encarar este nuevo emprendimiento artístico teatral familiar, deciden no continuar con la actividad y abandonan definitivamente los sueños llenos de célebres artistas, salas espaciosas, gentíos abarrotados frente a la marquesina esperando ingresar a un mundo de fantasías, dispuestos a soñar por un momento que la vida es un drama, una comedia, o un romance prohibido.

En sus últimos años fueron gratos varios momentos, como las escapadas a Córdoba, primero en la localidad de la Cumbre en un Durand modelo 1930, luego en un Chevrolet 1937 y al final de su vida en un Plymouth 1939. Una afección cardíaca severa hizo que los últimos viajes a las sierras tuvieran que trasladar sus paseos a la localidad de Río Ceballos, debido a que la altura podía afectarlo sensiblemente.

Otro momento que se tornó pasatiempo y al final negocio, fue tejer de a poco y de a ratos, pacientemente y con alambres, jaulas para pájaros. Hecho curioso éste, ya que -como lo define el poeta Hamlet Lima Quintana- “la jaula es la perfección de la trampa, la estilización de la compulsión, la más fina y aguda forma del dolor” . Y Leandro, durante toda su vida, deshizo los barrotes que le impedían vivir libremente y construyó a su gusto una vida plena en los distintos lugares donde decidió establecerse.

Como se comentara anteriormente, Leandro padecía una insuficiencia cardíaca, la cual se agravaba con el paso del tiempo. Pasó los últimos años de su vida en su casa ubicada en la esquina de calle Balcarce y Lavalle, y falleció en nuestra ciudad el 9 de septiembre de 1941 a los 69 años.

Un empresario pionero

La historia de un nombre se reconoce verdaderamente caminando sobre sus huellas. He tratado de recrear en forma parcial los momentos más importantes de su vida, mirando a través de sus anteojos de marcos circulares, leyendo sus cartas y escuchando las anécdotas en los recuerdos familiares.

Emprendedor, soñador, luchador, con un carácter muy reservado, amante de su esposa e hijos, desafió a la industria cinematográfica aportando su espíritu de trabajo en beneficio de acrecentar el espectáculo en sus comienzos, no sólo económicamente, sino también estableciendo innovaciones a la hora de proyectar los filmes: nuevos espacios, publicidades novedosas, el criterio de arrendar las películas y producir, aportando al cine nacional dinero de su propio bolsillo.

Es difícil suponer qué hubiera pasado si don Leandro Martín nunca se hubiera dedicado a este negocio. Lo que sí es fácil comprender es que fue el pilar fundamental sobre el cual se establecieron las bases de una industria que creció rápidamente a partir de su intenso trabajo y esfuerzo, y que impulsó al cinematógrafo en la ciudad de principios del siglo XX.

(*) Manuel Canale es licenciado en Artes Visuales de la UNL.

(1) Extracto de un artículo periodístico del Nuevo Diario - 1972.

(2) Acolchado.

(3) Hernando A. Guarnaschelli - “Orígenes del cine en Santa Fe”.

(4) Director y productor italiano, llegado a nuestro país en 1911, instala los estudios Valle, donde produce varios filmes y traduce películas extranjeras al castellano. Lanza el noticiero Film revista Valle que con la llegada del sonido cambia por Actualidades Sonoras Valle.

(5) Hernando A. Guarnaschelli.

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Foto de bebé usada como cierre de cada día en la pantalla cinematográfica, para desear las buenas noches a los espectadores.

Con un sulky y un tambor

Una de las preocupaciones del novato empresario cinematográfico era mantener vivo el interés por el espectáculo, por lo cual cuidaba celosamente la publicidad y la programación.

José Andrés Beltrán nos cuenta que “lo primero (la publicidad) lo lleva a cabo con un grupo de chicos, quienes validos de un sulky y un tambor, llamaban la atención de toda la zona del antiguo barrio Candioti repartiendo programas en multicolor, donde constaban las películas en uno y dos actos del bizco Ben Turpin, del obeso Farry Arbuckle, del incipiente Charles Chaplin, del hombre mosca Harold Lloyd, del hierático Buster Keaton, el personal Toribio Sánchez o el maestro Max Linder, alternándose semanalmente con las inolvidables series de Perla White, Eddie Polo y otros monstruos sagrados de la época”.

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Leandro Martín fue pionero en el negocio cinematográfico en Santa Fe.

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En los años posteriores a su cierre, el “Esperancino” corrió la suerte de muchas salas en el país: funcionó allí un templo.

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Un impulso para el séptimo arte

Hernando Guarnaschelli describe un dato curioso, que refleja los desafíos que sorteó Leandro Martín en sus comienzos y sus impulsos para invertir en la industria.

“Don Leandro, como cariñosamente se le llamaba, tenía en su haber el haber sido uno de los pocos que alentaron con su entusiasmo y con su dinero, al incipiente cine nacional. Fue el primero en el interior -y no Samper como se cree- en financiar algunas películas argentinas”.

Con Julián Ajuria -el inquieto vasco que corrió en Norteamérica la aventura de filmar “Una nueva y Gloriosa Nación”- adelantaron muchos pesos para financiar las dos películas bases de nuestra pantalla: “El fusilamiento de Dorrego”, realizada por Mario Gallo en 1908, y “Nobleza Gaucha”, por Humberto Cairo, en 1915.

Era costumbre en aquel entonces que cuando un productor proyectaba el rodaje de algún film, pedía a los exhibidores más fuertes del interior, el adelanto de dinero para emprender la obra (lo hicieron Sandrini, Muiño, Mentasti y otros).

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Leandro Martín de vacaciones familiares en Córdoba.

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El cine “Avenida”, otro de los emprendimientos de Martín en el rubro del cine.