ANOTACIONES AL MARGEN

Páez, 1984

Estanislao Giménez Corte

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Ahora que es moda denostarlo con acidez o dolientes epítetos, ahora que su condición de joven talento en ciernes se ha transfigurado en adultez de imbrincado juicio para apologistas y refutadores, ahora que la moda no lo cuenta entre sus filas de circulación, vale intentar una lectura a la distancia. Fito Páez no es, aunque podría, una “vaca sagrada” del rock nacional.

Hay artistas cuya aura soporta y sostiene cualquier eventualidad; hay artistas que portan un nombre como de bronce que impide la crítica o inhibe cualquier lectura en contrario, porque pertenecen a una suerte de parnaso u olimpo; y allí estarán, pese a o contra todo lo que hagan o dejen de hacer. En el plano nacional, García y Spinetta pueden ser dos casos. En el de este último, la crítica y los seguidores suelen aferrarse a dos o tres ideas-fuerza que se anteponen a toda disidencia: su poética, su lirismo, su introspección. Aun cuando ellos puedan no ser del todo representativos o justos en una visión atenta de la obra del flaco, funcionan como justificadores: por caso, de sus alevosas reiteraciones al momento de escribir (luz/alma/sol/oscuridad/árbol); de su más que cuestionable talento como poeta; de que en sus discos solistas aparezcan sólo algunas grandes obras y el resto no alcance para más. En el plano internacional, el nombre de Dylan parecería barnizarse de igual manera. Siempre se habla del último Dylan como del mejor Dylan, aunque ello suene más a expresión de deseos que a juicio equilibrado...

El caso de Páez es bien distinto: es verdad que sus últimas producciones son, cuanto menos, irregulares; es verdad que a menudo destroza sus propias bellas obras en performances espantosas; es verdad que ha cantado tangos como para que Discépolo se vuelva a morir; es verdad que su fisonomía y verborragia de muñeco destartalado molestan e incomodan. Pero detrás, o antes de todo eso, hay una obra a menudo poco conocida que, sencillamente, lo coloca como uno de los tipos más interesantes de la producción del rock nacional de los últimos tiempos, a años luz, como los casos de García y Spinetta, de mucho del rock que se consume hoy mismo.

No hay tiempo/espacio para emprender una lectura genérica de la producción de Páez. Pero podemos poner un caso emblemático: su primer disco “Del ‘63”, de 1984, que grabó con 20 años. Es un disco notable, de pasajes bellísimos, y que suena y se escucha con absoluta actualidad. Se compone de, apenas, un puñado de canciones: la homónima, una suerte de alegato “generacional” en plan de biografía, con un final quizás un poco naif; la extraordinaria “Tres agujas” y la aún mejor “Viejo Mundo”, con Baglietto en los coros; aquella canción de arrasador inicio: “Se fueron una a una las estrellas/ el mar mordía rastros de su arena/ herida luz que me partió aquel cielo/ y hoy vuelves a amanecer viejo mundo”. “La rumba del piano”, otro clásico, es una declaración incomparable a su instrumento: “Hermano de soledad, aquí hoy estamos los dos/ bajo esta luz de rubí, entre esta gente nueva/ Hoy yo te quiero cantar, madera que hablas por mí/ mezcla de yegua y diván, refugio, lengua y fusil”. “Cuervos en casa” es política y tiene ese costado “rabioso”, a la usanza de lo que luego haría en “Ciudad de pobres corazones”, que ciertamente no es lo mejor del disco. Pero luego lo suceden tres composiciones notables: “Sable chino”, “Canción sobre canción” y “Un rosarino en Budapest”. En particular, “Canción sobre canción” puede funcionar como una síntesis de lo que es capaz Páez: un compositor con momentos altísimos, de enorme emotividad y belleza, que luego, quizás, sean imposibles de continuar, como quien agota sus energías ya mismo, ahora, y no concibe la existencia del después.