Al margen de la crónica

Tarantino, cine de “autor”

Plantear que un director de cine es un “autor”, es decir mucho. Tiene más implicancias que las que pueden aparecer a simple vista, sobre todo a partir de la herencia de aquel grupo de creadores que dio nuevo aire al cine francés desde fines de la década del 50’, con Jean Pierre Melville, Francois Truffaut y Jean Luc Godard entre otros. Un “autor”, en el sentido más amplio, sería aquel capaz de desplegar los elementos necesarios para imprimir, en toda su filmografía, una serie de motivos visuales, recursos estilísticos, tratamientos de determinadas temáticas, guiños al espectador, o cualquier otra licencia, que permitan descubrir una impronta común. Hombres indiscutiblemente ilustres del séptimo arte como sir Alfred Hitchcok, John Ford, Ingmar Bergmann y Orson Welles son ejemplos de cineastas que alcanzaron, producto tal vez de una labor casi obsesiva en cada una de las etapas de producción de sus filmes, la categoría de autor.

En los últimos tiempos, con las cada vez más fuertes e impiadosas imposiciones de la industria cinematográfica en pos de un mejor posicionamiento en las recaudaciones, se torna difícil sostener esa vocación de “autor”. Pero, como para contrastar esta tendencia, ahí está Quentin Tarantino con “Bastardos sin gloria”. Una vez más -como lo hizo en repetidas ocasiones desde aquella singular ópera prima llamada “Perros de la calle”, estrenada en 1992- pone de manifiesto los motivos que lo diferencian y convierten en un cineasta diferente: la apelación de recursos narrativos siempre llamativos, las obligadas referencias (¿tributos?) a quienes fueron sus mentores, todo eso sumado a una cuidadosa creación de personajes. Las películas de Tarantino pueden gustar o no, eso depende de cada espectador. Pero nadie puede negar que entrañan una forma muy personal de concebir al cine.