Un artista sin prestigio

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“Sin escapatoria” (1998), de Oscar Bony

Por Raúl Fedele

“Una corona para tu entierro”, de James Hadley Chase. Punto de Lectura, Madrid, España, 2009.

 

Hay una magia en James Hadley Chase, consistente en que el lector lee la primera página de casi cualquiera de sus innumerables novelas y ya está maniatado a merced de los no pocos zarandeos que le propinará el autor. Una magia prontuariada bajo sospecha, que impide llamarla clara y directamente arte. El recelo se engendra en constataciones tales como la moralina a la que se sujetan sus tramas, sus ultrarreaccionarias manifestaciones ideológicas, su homofobia, su misoginia, sus “anti” (antibeatniks, antihippies, antipacifistas, antiadictos, etc., etc.), sus inverosímiles salvatajes y heroísmos, sus repetitivas estructuras narrativas (en general construcciones de tipología paranoide, centradas en un personaje -casi siempre un narrador en primera persona- mediocre y honesto que cae bajo la seducción de una damisela o de algún dinero fácil y se ve empujado a círculos del infierno cada vez más espantosos)... Pero, ¿quién le quita a este autor esa capacidad de seducción y su poder de mantenerla página a página hasta el fin? ¿Llamarla magia -desestimando su arte- no parte precisamente de la mala conciencia crítica moderna, que rechaza toda creación superadora de los estrechos recintos que ha acordado prestigiar y de toda creación que haga gala de cualquier prestidigitación no codificada o expulsada a sus voluminosos index? Y al lector, ¿quién le quita lo bailado?

Su verdadero nombre era René Babrazon y nació en Londres en 1906. James Hadley Chase fue su seudónimo más famoso, pero también usó otros -Graham Greene admiraba “Más mortífero que el hombre” que Babrazon había firmado como Ambrose Grant-. La leyenda quiere que toda su carrera como novelista de policiales “negros” partiera del fulgor que le produjo la lectura de “El cartero llama dos veces”, de James Cain, y que en seis semanas terminara su primera e inolvidable “No hay flores para Miss Blandish” (atinentemente asimilada a “Santuario”, de Faulkner. En la biografía de Raymond Chandler, de Tom Hiney, se cuenta que Chandler lo acusó de que en “Blonde’s Requiem” había incluido párrafos enteros de su autoría, y Chase se vio obligado a publicar una disculpa pública).

De hecho, como Cain, no sólo pobló muchas de sus novelas con un incauto personaje que cae bajo las redes de una rubia fatal y es arrastrado a los peores delitos, sino que adoptó el país, los Estados Unidos (y a menudo la época, la de la Gran Depresión) y el estilo directo con diálogos contundentes (con el agregado de chispas rutilantes de humor).

Como Salgari, que no conoció los paisajes que describió en sus aventuras, como Raymond Roussell que escribió “Impresiones de África” sin descender nunca de la nave que lo había acercado a ese continente, Chase no vivió nunca en los Estados Unidos, de manera que para escribir sus novelas se servía de un manual para reproducir la jerga yanqui, rodeado siempre de libros de crónicas, descripciones de los bajos fondos, mapas y planos de rutas y ciudades norteamericanas.

En “Una corona para tu entierro” (“Lady Here’s Your Wreath”), una de las primeras novelas de Chase (publicada en 1940), el narrador, un periodista, Nick Mason, asiste a la ejecución de un acusado de asesinato y recibe de su boca una última confesión, el nombre del verdadero asesino. Mason no está allí de casualidad; ha recibido una llamada telefónica encargándole el caso y prometiéndole diez mil dólares. Muchas veces querrá echarse atrás y abandonar esta historia en la que demasiada gente poderosa parece implicada, pero las circunstancias y, sobre todo, una mujer, lo empujan a continuar hasta el final. Un final muy bien resuelto por Chase.

El público, lamentablemente, suele equivocarse. Pero a veces no. Y la historia del arte ofrece casos extraordinarios (baste citar en el campo literario a Stevenson o Lampedusa) de creadores ninguneados por los especialistas en entronizar prestigios, y a quienes la fidelidad intransigente del público obliga finalmente a críticos y académicos a revisar todo y colocarlos en el lugar que merecen. El de Chase se perfila como uno de estos casos.