Por una disputa estética

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Estela Figueroa con su hija Virginia.

 

Analía Gerbaudo (*)

“Máscaras sueltas” y “A capella”, de Estela Figueroa. Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2009.

En los poemas de Estela Figueroa, el léxico es ajustado y roza el habla común, pero la apropiación de la lengua, lejos del populismo, lleva al extremo la sofisticación de lo simple. Esa explotación de la riqueza de las palabras, aun en su máxima sencillez, es motivo de escritura. La clara conciencia del poder de la poesía y de los efectos que se espera con su dicción, ceñida e incluso parca, está en el núcleo de su poética: “No es para hablar de mí que escribo / de la glicina (...) / Es para detener este momento nocturno: / la casa en calma”. El oficio de escribir y la construcción de diferentes representaciones de mujeres que lo practican se reitera obsesivamente. En un poema fantasea con un sueño en el que el espectro de Emily Dickinson cuestiona lo que se ha hecho con su legado. El fantasma de una poeta muerta desconforme con la distribución de sus despojos y de su obra reinscribe los planteos de género desde un ángulo sesgado que también cabría leer como una autofiguración. Esa que “había sido nombre / y apellido”, esa que “había sido poeta” y “que había sido mujer” reclama por lo que se ha hecho y por lo que no se ha hecho con su escritura, con su parte perdurable. Figueroa relee a Dickinson en clave de género cuando todavía poco se hablaba de la cuestión en Argentina y con esa radicalidad. Esta tarea la desarrollará sistemáticamente desde la revista que funda, La ventana, y desde una más reciente antología de circulación urbana que se arma por singulares entregas mensuales, a modo de un folletín de barrio.

La imagen de una mujer poco complaciente (“implacable”, dirá algunos años después) se traza desde versos acordes a sus prácticas. En “El poema malo” los residuos de la obra se ponen en el centro desde el sobreentendido cargado de sarcasmo: “Digo que la idea no era mala / así como puedo decir de otra mujer / —No es fea”.

Merece especial atención el tratamiento de la muerte por la rudeza con que enfrenta el tema, por su explícita aversión a los rituales religiosos y por el desenfado con que enuncia, por aquellos años, prácticamente lo inenunciable desde una poesía firmada por una mujer. Dicho con más precisión: lo irrecibible, especialmente porque firmado por una mujer.

El pasado reciente ingresa desde el costado menos usual: un registro de lo que sucede en la calle. En “Ciudad, amada, cándida” utiliza profusamente la repetición; un recurso infrecuente en su poesía. El paisaje urbano es desolador, transido por la pobreza: hombres, mujeres y niños arrojados; bares sin gente; una clase media que se viste y se alimenta con lo más barato. La fecha puesta con precisión, otro recurso inusual, abre la poesía al testimonio que archiva los males de una época. Pero aun aquí evita el golpe bajo o efectista y enfrenta el asunto con igual dureza y distancia con que trata los otros.

Estela Figueroa esquiva los temas esperables en un libro escrito por una mujer y en provincia. En una entrevista más o menos reciente revela que ha desechado un texto en camino por temor a que se lo interprete como un oportunismo de género. Ciudad de las mujeres era el título que agrupaba poemas que volvían sobre un tópico que la atraviesa: las mujeres y el cuidado de los desprotegidos, especialmente de los que se están yendo o de los que arriban a este mundo. Las heridas del pasado se dicen en las cicatrices, pero sin declamaciones y como al desconforme sesgo.

La escritura lleva su carga rea, su desafío a los rituales masculinos con su pedantismo torpe y ciego. Es en este punto, la contracara ideológica de la de Juan José Saer: así como en Saer las mujeres, salvo raras excepciones, no participan de los diálogos intelectuales siendo sus funciones más frecuentes cortar tomates para una ensalada, cebar un mate, preparar un almuerzo u otras de rango similar, en Figueroa son las que toman las riendas, aun cuando parezcan circunscriptas sólo a las tareas domésticas.

Su poética del despojo, su estética de lo nimio desarrolla una política del envío: más o menos oblicuamente según los casos, discutirá verso a verso con Gottfried Benn, remitirá a Emily Dickinson y a Kavafis, injertará frases de Pavese y de Rilke, reescribirá en clave de género a Joaquín Gianuzzi y a Juan L. Ortiz o nombrará a Osvaldo Aguirre, José Luis Pagés y con insistencia a Juan Manuel Inchauspe (los tres escritores, los tres de Santa Fe, autores de obras que pueden ser caracterizadas por la fórmula que Sarlo inventa para Juan L. Ortiz, cultor de un “regionalismo no regionalista”). Si se hiciera una suerte de juego de barajas con sus poemas, sería difícil identificar a qué libro corresponden con la sola guía de sus procedimientos estéticos. Sí es posible señalar, en todo caso, una radicalización del despojo tanto en el léxico como en los recursos y las figuras: la aspereza se pronuncia.

(*) Conicet- UNL