Día del enfermo

En la escuela del dolor

Hilmar M. Zanello (*)

En el Día del enfermo, que recordamos el 8 de noviembre, nace una reflexión sobre el desafío que nos presenta el sufrimiento para incorporarlo como una experiencia, quizás dolorosa, al desarrollo de la persona humana.

Hace unos años, allá por 1945, leíamos un libro del obispo alemán G. Keppler, que lleva como título: “En la escuela del dolor”. El hecho de llamar al dolor o sufrimiento una escuela descubre esta experiencia, a veces muy ingrata, como un camino de aprendizaje.

El filósofo español Miguel de Unamuno llegó a afirmar, al referirse al sufrimiento, que “el dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad, pues sufriendo se es persona”. Y a continuación, el propio Unamuno describe las etapas del dolor humano.

Entonces, ver el dolor como un agente que sólo vulnera al hombre con una saña destructora y frustrante parece detenernos en una visión que reduce la antropología a un solo concepto materialista del vivir humano. Bien afirma el poeta convertido al cristianismo León Blois: “En el hombre existen zonas ocultas y para que afloren a la conciencia lo suele visitar el dolor”.

Ciertamente, en esas emergencias, cuando la vida parece callarse y detenerse, cuando aparecen las limitaciones del homo faber -el hombre de la acción y de la corporalidad-, suele emerger el homo sapiens, ese fondo quizás oculto del hombre que se detiene sobre sí mismo, con preguntas vitales sobre la existencia.

El tráfago de las necesidades que creemos prioritarias pudieron distraernos o alienarnos de la búsqueda del sentido de la vida que apuntaba el psiquiatra Viktor Frankl en su obra “El hombre en busca de sentido”. Son momentos en que asoman preguntas como éstas: “¿Vale la pena vivir así?”, o “¿Qué sentido tiene la vida?”.

Entonces nos abrimos a descubrir valores trascendentales que convidan a recuperar lo que constituye el eje de toda madurez humana, la “olvidada interioridad”. Olvido, fruto lamentable de cierta cultura moderna. Esa “vida interior” no se cierra sólo a la órbita de lo religioso; lo religioso viene después. La vida interior es simplemente una dimensión humana que puede estar en toda cultura y en todo hombre.

Lo interior es aquello que no se ve directamente, pero es el camino para descubrir la calidad de vida. Es lo profundo que habita en el ser y que surge cuando la vida parece detenerse. Es allí cuando nacen planteos de verdaderos reajustes o rectificación de las metas fundamentales de la vida. En la experiencia pastoral pudimos escuchar voces que dividían la vida en un antes o un después de tal enfermedad.

Hoy, la psicología constata que los desequilibrios de la persona humana obedecen a la pérdida de las metas fundamentales de la vida y esas metas fundamentales exigen con sinceridad descubrir cómo dar sentido a la enfermedad y al sufrimiento como camino de plenitud y esperanza.

¿Quién no llegó a interrogarse en la soledad, en la quietud, en el silencio de la pasividad, cuestiones como: habrá algo más allá de esta vida? Quienes murieron, parientes, amigos, quizás con una muerte absurda, ¿adónde están? ¿Habrá una eternidad que nos reúna otra vez, como predican las religiones? El hombre, ¿puede terminar disolviéndose en el absurdo de la nada, como afirmaron algunos filósofos?

Desde el sufrimiento nace una manera nueva de mirar la vida, nace una dimensión que estaba oculta, distinguimos lo verdadero de lo falso, descubrimos lo contingente de lo definitivo y, así, podemos revertir nuestros puntos de pensamiento para lograr la verdadera sensatez del hombre con sabiduría profunda.

Al comenzar como una etapa nueva en este aprendizaje nacen metas de nuevos contenidos de vida, frutos de esa crisis salvadora del dolor que inicia nuevos pasos hacia la plenitud, expresada en la única fuerza que humaniza al hombre: sentirse un servidor en el amor al otro.

Será muy significativa aquella respuesta del entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, al contestar a un periodista que le formulara la siguiente pregunta: “¿Cuál será la verdadera historia humana?”. Respondió Ratzinger: “La historia en conjunto es la lucha entre el amor y la incapacidad de amar, entre el amor y la negación del amor. En síntesis, un sí o un no al amor”.

Termina Unamuno diciendo: “Quien no hubiese nunca sufrido, poco o mucho, no tendría conciencia de sí”.

Y León Blois solía decir: “Sufrir pasa... haber sufrido permanece”.

San Juan de la Cruz lo afirmaba con aquellos versos místicos: “Porque sólo el tanto padecer me ha logrado el tanto entender”.

Queda en el tintero, para otra oportunidad, el aporte del cristianismo al problema del dolor y el sufrimiento.

(*) Asesor de la Pastoral de la Salud.

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Cada 8 de noviembre se ha determinado que sea el día en que especialmente se dirija nuestra atención en las personas que sufren por enfermedad.

Foto: Archivo El Litoral