Morder el vacío

Carlos Catania

Los “principios” de gran parte de nuestra especie, anticuados y carcomidos, falsos por lo demás, y la arrogancia de sus propagadores, constituyen un trágico ridículo imposible de superar. Discepolín marcó con hierro candente sus frentes al atribuir el consabido todo es igual, nada es mejor, a personas dotadas de suprema estupidez. Algo sumamente triste es irse de este mundo sin haber nacido. Durante su período, llamémosle de respiración, se han pensado “libres”, es decir no comprometidos, esquivando (a menudo con fingida indiferencia) todo lo que contradice su concepción del mundo, si es que la tienen. Así pues, en nuestro universo decadente y luctuoso, forman parte de la matríz de las calamidades, factor epistemológico que en todo examen deberíamos tener en cuenta.

Sus “virtudes” genealógicas destilan represión, discriminación y apariencia, lo que no hallamos en la gente simple, en concordia con la razón y la experiencia. No aludo al conocimiento, pues bien quisiera este servidor poseer la sabiduría y transparencia de esta homogeneidad. “¿Un movimiento filosófico sólo lo es realmente cuando se dedica a desarrollar una cultura especializada para grupos restringidos de intelectuales o, al contrario, cuando en la labor de elaboración de un pensamiento superior al sentido común y científicamente coherente nunca olvida permanecer en contacto con las gentes sencillas, antes al contrario encuentra en este contacto la fuente de los problemas a estudiar y resolver?” (Gramsci).

Quienes muerden el vacío propalan una serie de argumentos rancios cada vez que tropiezan con lo que no entiendan. Curioso estilo de crustáceo a la defensiva. Adormecidos en relación a problemas sociales, su conciencia patina vertiginosa y ciega. El Niño observa esta legión elegantemente cruel de enemigos de la especie. Florecen especialmente en clases sociales apropiadas de derechos otorgados por quién sabe qué divinidad; derechos para todos que no llegan a todos. Es de rigor entonces volver a examinar la Mentira. En el prefacio al Neus Organon (1769), Lambert plantea: 1) ¿Se ha negado la naturaleza otorgar al hombre la fuerza suficiente para marchar hacia la verdad? 2) ¿Se ofrece la verdad bajo el manto del error? 3) ¿Oculta el lenguaje la verdad en términos equívocos? 4) ¿Existen fantasmas que, fascinando los ojos de la inteligencia, le impiden percibir la verdad?

Despojando al término verdad de su connotación absoluta (cara a religiones y dogmatismos), tales interrogantes adquieren hoy día una vigencia suprema. (En cuanto a seguridad, por ejemplo, resultaría más eficaz una clara conciencia colectiva de la desigualdad, que una sociedad punitiva). Pero ¡vaya uno a hablar de estas cosas a las momias!

La quietud de los receptores inertes, de los que aguardan (¿qué?) sin pensar más allá de los tóxicos televisivos, es promotora pasiva de corrupciones y violencias. Otro ejemplo: las fisuras de nuestra democracia (¿representativa?), no sólo indican lo que ésta tiene de nominal. Uno se pregunta con qué conocimiento del sujeto votan los ciudadanos. Cuando únicamente han vislumbrado un rostro y oído palabras de redundancia secular, celebran su libertad de escogencia influenciados por una imagen y el discurso que, piensan, los favorece.

El Niño padece el clima irrespirable de nuestra política y confiesa que su libertad, al igual que aquel personaje de “La edad de la razón”, no pesa: desperdició varios años siendo libre para nada. Parasitismo infecundo del que salió (si es que salió) a manotazos. Cualquier ser humano no alienado puede comprobar por sus propios medios que el caos introducido por la llamada globalización y los “juguetes técnicos”, las finanzas y el aluvión de informaciones producen sequedad mental. También podrá comprobar que, en el terreno delictivo, la inseguridad desata odios y demanda castigos penales. Foucault nos recuerda que, hacia 1818, Decazes sostenía que la ley no penetra en las cárceles. La prisión, al mezclar a los condenados unos con otros, contribuye a creer una comunidad homogénea de criminales que se solidarizan en el encierro y continuarán así en el exterior. Cabe preguntarse cómo son nuestras cárceles en la actualidad y si existen alternativas aparte del encierro. Lo cierto es que el castigo no “detiene” el delito, así que sería mejor dejar de parlotear acerca de drogas e incentivos por el estilo y escarbar un poco en nosotros mismos, tan víctimas, tan inocentes, tan normalizados. Pobres.

En otro aspecto, montados en el estruendoso tiovivo del presente (prendidos a las crines de un caballito que no cesa de girar), se obtiene el convencimiento de ser órbita del mundo entero. Braudillard sostiene que aquello que se mundializa es el mercado, la promiscuidad de todos los intercambios y de todos los productos. A la promiscuidad de todos los sistemas la llama pornografía, pues ésta “no es más que la difusión mundial de todo, de cualquier cosa, a través de la autopista de la información. No hace falta una obscenidad sexual, basta con esta copulación interactiva”.

De tanto morder el vacío a la larga adquiere el sabor de la Nada. Pero toda teoría acerca del comportamiento humano no debería limitarse a individualizar sicológicamente. Basta con que un solo ser humano padezca hambre para que esta verdad absoluta desplome el edificio de especulaciones humanistas. De suerte que teoría y empirismo deberían alimentarse mutuamente. Otra de las “virtudes” de la ética hedonista es la sordera, sobre todo cuando alguien indica que sus “diversiones” son huidas provocadas por el miedo a perder su “estabilidad”.

Es que la vida ofrece tantas alternativas. Basta con observar la pantalla: noticias necrológicas compiten con alegres mensajes destinados al hogar (donde la familia se siente unida y feliz por gustar de un mismo queso), la maternidad, la estilización corporal, el cabello, los digestivos, las exilas, el cero kilómetro, las joyas, la moda, el papel higiénico, entrevista a una madre que acaba de perder un hijo asesinado...

Las mentiras e inutilidades que caracterizan al aparato, superan sus virtudes, que también las tiene. Suele decirse que somos libres para cambiar de canal: basta con oprimir un botoncito.

Si en esto consiste la libertad, el Niño piensa que si los mencionados solipsistas oyen lo que Karl Marx dijo al respecto: “Ser libre es ser necesario”, se les acalambraría el estómago y elevarían oraciones para evitar el mal.

(Fragmento de “Testamento del Niño”)

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La verdadera filosofía y la sabiduría no pueden ser discriminatorias, y permanecen siempre en contacto con la “gente simple”. En la ilustración: “Gente en fuga”, xilografía de Livia Carpanetti Bencini.