Mi casa, I

Dr. Alberto Niel

Mi padre no tuvo nunca vocación de propietario. Instalado en 1920 en Santa Fe nunca pensó en tener casa y auto propios. Alquilaba casas en el barrio sur por su vecindad con la Casa de Gobierno porque era el contador general de la Provincia y prefería irse caminando, haciendo ejercicio, antes que tomar cualquier medio de locomoción, esquivando el uso del auto oficial, que estaba a su disposición y que nunca utilizaron ni él ni su familia. Pasó el tiempo y ya médico y casado, yo no pensaba igual que él y siempre soñé con tener una casa propia, pero mis buenos deseos chocaban con la dura realidad, porque nunca me había sobrado un mango para poder concretarlos. Alrededor de 1950 yo alquilaba mi casa actual de barrio Candioti Sur. Su propietario era un modesto constructor que la había edificado para habitarla con su familia, cosa que nunca ocurrió. Había simpatizado mucho con nosotros por varias razones y un buen día me dijo: “Si alguna vez decido venderla, al primero que se la voy a ofrecer es a usted. Y a un precio especial, razonable”. No pude dejar de sonreírme: “Muchas gracias, don Serafin, pero no se haga ilusiones porque yo soy un seco”.

Pasó un tiempo prudencial y un buen día me tocó salvarle la vida a un amigo, al que tuve que operar de urgencia por una peritonitis aguda y que era justamente el jefe de Préstamos Hipotecarios del Banco Hipotecario. Mi gran amigo, colega y compañero de múltiples intervenciones quirúrgicas de toda índole, el Dr. Olivio Castagnola me avivó: “¿Qué estás esperando? Ahí tenés tu oportunidad”. Y así fue. Me concedieron todo lo que solicité a gran velocidad y con cómodas facilidades de pago, con lo que concreté mi sueño y el de mi familia.

El tiempo fue pasando. Edificada en un terreno de alrededor de 9 metros de frente por cerca de 40 metros de fondo, era un largo corredor de habitaciones y dependencias en línea, con vestíbulo, living, dos grandes patios y un espacioso fondo de tierra, con abundante vegetación en todos lados. Todas mis convivientes pertenecían al sexo femenino, así que yo era algo así como un sultán occidental venido a menos. Sumaban nueve mujeres: Elena, mi esposa, su madre y su tía y —a veces— una hermana, nuestras tres hijas, la cocinera y la mucama. Mi esposa era una mujer extraordinaria que habiendo nacido artista múltiple, de calidad, vivía con los pies en la tierra, simplificando y concretando todo lo que se proponía. Cierta vez me dijo: “Mejoremos la casa”. Asentí.

Llamé a dos grandes amigos ingenieros que habían sido compañeros míos cuando me dio por estudiar Ingeniería Civil en 1934. Vinieron, observaron la casa de cabo a rabo y sentenciaron de común acuerdo: “No gastés plata al cuete. Volteála y hacete una nueva”. Elena me miró de reojo y no dijo más ni una sola palabra. Cuando se fueron me arrinconó: “No estoy de acuerdo. ¿Me autorizás a hacer lo que se me ocurra?”. “Pero sí, mujer, dale nomás”. Y como comienzo tienen las cosas, se puso en comunicación con construcciones, carpinteros, sanitaristas, y con cuanta persona amiga y de confianza que tuviera que ver con la construcción. Y así, pasito a paso, la casa fue haciéndose funcional, cómoda, simpática y hermosa, con una cantidad de detalles hechos prácticamente con requechos que la hacían tan original, fuera de lo común, que más de un visitante los copiaría después para su propia casa.