Entre marcas efímeras

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Por Carlos Bernatek

“Celeste y blanca”, de Guillermo Piro. Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2009.

Celeste y Blanca son dos princesas situadas en un reino ahistórico que, sin embargo, es una Argentina contemporánea que hasta tiene castillos. Humberto o Alberto, Roberto, Mamerto, da igual- es el príncipe que va tras ellas. Los reyes, el pintor de la corte, el estilista, los adláteres y demás personajes incidentales y permutables, conforman una suerte de excusa que se propone justificar el texto de esta novela o, más bien, de este ejercicio literario que comienza con un paradójico “Había una vez...”.

Fundada en la permanente digresión, en los caminos laterales que a nada conducen, en asociaciones y ramificaciones que no dilatan el argumento, ya que éste no tiene ninguna importancia, el texto emplea una coloquialidad cercana al guiño, buscando la deliberada complicidad de un lector imprescindible para sostener el simulacro de una trama inexistente. En esa ramificación de derivaciones permanentes, el autor asume un protagonismo central, impone sus dicterios, en tanto juega con los elementos extremadamente endebles y vagamente paradojales de su argumentación. Las abundantes formas expresivas de marca temporal son sus marcas efímeras, ya casi arcaicas a la hora de la edición. Alusiones circunstanciales, nombres propios, juicios sentenciosos, conforman esta monodia. Así el autor, se entromete de modo constante en el texto, e interpela al lector/interlocutor, como clara señal de que aquí la trama es mera excusa; que lo que ciertamente importa al autor es ese monólogo embozado.

La deconstrucción argumental y la desarticulación del lenguaje, desde el post-estructuralismo y el pop art, han colocado el eje en lo que el mismo autor se encarga de señalar: “No hay argumentos. Ya no se pueden inventar historias. Enséñenme algo de lo que se pueda decir que es nuevo y yo les demostraré que ya existió antes” (pág. 75). Y como soporte teórico, subraya a continuación en el mismo texto- el aserto que en la contratapa del libro se atribuye a Beatriz Sarlo: que “en la vida no hay más de cuatro argumentos básicos, y en la literatura no pasan de nueve... todo el resto no son más que variaciones”.

Si el realismo más ramplón ha causado este daño, al punto de producir la iteración perpetua, desde el palimpsesto a la intertextualidad, para devenir plagio, liso y llano, su oposición estética instala como médula literaria al discurso autoral como pivot del texto. De allí que las tribulaciones más o menos acertadas del mismo carguen con el peso y la responsabilidad de un texto en su agudeza, en el interés que pueda despertar su reflexión más o menos erudita, en su ingenio o en el talento de su elocuencia. Así la subjetividad extrapolada, apoyada en la retórica sola y desnuda, lanza al autor a una exposición tan puntual como riesgosa. La efectividad del texto queda supeditada a la afinidad que el lector pueda establecer con la astucia autoral para establecer esa empatía.

Esta opción estética (y por ende, ética), no halla en “Celeste y Blanca” quizá contrariamente a lo esperable- un texto complejo. Liberado de la interpretación y la metáfora, de consideraciones sobre estructura y verosimilitud, se lee al correr de las hojas con fluidez, instalar en el lector la idea de que cualquier materia es susceptible de literaturizarse, independientemente del resultado obtenido y, sobre todo, del atractivo cierto que esta opción pueda alentar en un lector cercano al hartazgo de lo real.