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“The Little White Girl”, de James McNeill Whistler.

Los puentes colgantes de la narrativa

Por Raúl Fedele

“La dama de blanco”, de Wilkie Collins. Traducción de María Fernanda de Pereda. Punto de Lectura, Madrid, España, 2008.

Quizás lo que profundamente caracterice a la novela y a la narrativa que los manuales y las cátedras definen “del siglo XIX” sea el suspenso, el suspenso que no sólo está en las novelas de aventuras y en las novelas de misterio, sino en las de cualquier género y tipo, ya sea que narren un destino o un suceso o un paisaje que esperan ser desmenuzados. Aquel rótulo, que históricamente puede ser apropiado siempre que no se lo extienda a lo estilístico, esconde en verdad un dictamen necrológico y supone que sus modelos creativos pertenecen a una data concluida y cerrada, a un pasado sin remisión, espantando a lectores y escritores incautos. Y sin embargo, las postrimerías del siglo XX, y lo que avizoramos del XXI y del futuro de la literatura, siguieron y seguirán recurriendo a esa manera de narrar, y muchos lectores y escritores seguirán adhiriendo a una construcción del argumento organizada en función del suspenso.

Es verdad que muchas obras considerables (sobre todo de la primera mitad) del siglo XX se erigieron desestimando esa construcción basada en la tensión organizada y paulatinamente develada, y han preferido una suspensión centrada sobre la fuerza pura del presente de la escritura y del lenguaje. Podríamos imaginar que la tensión organizativa de unos consiste en el sucesivo tendido de puentes colgantes para atravesar hacia otras orillas que también se presentarán surcadas de aguas, mientras que para otros se trata de un único paseo sobre un puente colgante, a menudo ya tendido al comenzar la obra y que probablemente no se alcance a recorrer entero durante todo el trayecto del libro. Eso es el “Ulises”, eso son los siete tomos de Proust.

Pero los grandes maestros de la actual literatura (Borges y Nabokov, por nombrar dos exponentes indiscutidos) han demostrado que la otra suspensión narrativa no está concluida, ni para los lectores ni para los escritores, y que mientras tantos ismos del siglo pasado (del realismo socialista, pasando por el objetivismo y llegando hasta el minimalismo) han sido enterrados en la esterilidad, aquélla sigue ofreciendo infinitos terrenos inexplorados, descubriendo de paso que su tradición se retrotrae mucho más atrás del siglo XIX.

Estas consideraciones caben al redescubrir la fuerza de “La dama de blanco”, paragonable sólo a la otra novela cumbre de Wilkie Collins, “La piedra lunar” (1). Como en ésta, la narración está a cargo de las plumas o testimonios de distintos personajes, y es en la habilísima capacidad de dar el tono justo a cada una de las voces y en la creación misma de los personajes que radica el principal encanto de la novela.

En “La dama de blanco” aparecen personajes inolvidables, como el Sr. Fairlie, millonario recluido en su habitación, superhipocondríaco, hipersensible a los ruidos y los conflictos, que interpreta como una confabulación del mundo en su contra cualquier silla que se arrastre o cualquier voz destemplada que hiera sus nervios. O el inhaprensible conde italiano que seduce operísticamente a las personas con la misma habilidad con que domestica a su cacatúa, a sus canarios y a la familia de ratas blancas que trepan por su cuerpo o revolotean dándole piquitos. Pero incluso la comparsa de personajes menores se perfilan con pinturas rutilantes. Así se nos describe, por ejemplo, a una anciana institutriz: “Fui presentado a la señora Vesey, institutriz de la señorita Fairlie, a quien mi alegre compañera de desayuno me había descrito como un ser dotado de “todas las virtudes cardinales que de nada servían’. El sereno gozo de una existencia plácida se manifestaba en somnolientas sonrisas de su cara redonda y sosegada. Hay personas que atraviesan la vida corriendo y otras que pasean. La señora Vesey pasaba la vida sentada. Sentada en casa mañana y tarde, sentada en el jardín, sentada siempre junto a la ventana cuando viajaba, sentada (en una silla portátil) cuando sus amigos intentaban llevarla de excursión al campo, sentada para ver alguna cosa, sentada para hablar de cualquier asunto, sentada para contestar “sí’ o “no’ a las preguntas más sencillas, siempre con la misma serena sonrisa vagando en los labios...”.

La trama, folletinesca -en la que se mezclan sórdidas intrigas, amores y odios apasionados, cambios de identidad, pócimas drogadas, promesas demoledoras en lechos de muerte, cazadores de herencias, fugas, cementerios y manicomios- está al servicio de esas voces y de los extraordinarios personajes, y de la perspicacia psicológica y social con que se pronuncian. El resultado es una novela del siglo XIX que no exige del lector ningún esfuerzo de adecuación. Una novela contemporánea, en suma.

(1) En 2003 Ediciones Obelisco publicó en castellano una novela-divertimento de Collins: “Confesiones de un bribón”, también notable.