al margen de la crónica

Según pasan los años (y se viaja en colectivo)

Desde hace décadas el colectivo es para muchos el único medio de transporte posible, así que muchos de los que hoy ya son adultos, y más que adultos, habrán iniciado su traslado voluntario o forzado sobre el mismo transporte, aún con otros nombres, otros dueños, recorridos, unidades y colores. Con el tiempo habrá cambiado el modo de pago, el diálogo con el chofer se habrá vuelto nulo o apenas limitado a una u otra palabra: “monedas” o “tarjeta”.

Pero posiblemente no se haya modificado la forma en que cada uno se desplaza por el interior del vehículo, de acuerdo a su edad y su condición física.

De niño, pasada la etapa de máxima protección que proporcionan dos brazos que sostienen y una falda en la que recostarse; ganada la necesaria independencia y llegado el momento de viajar solo, la prioridad habrá sido no salir con chichones de la maraña de carteras, mochilas y todo elemento que a esa edad queda siempre por encima de la cabeza.

Más tarde se habrá atravesado la experiencia de dar cátedra de equilibrio y caminar por el pasillo sin sostenerse, de aguantar todo el viaje a pie apenas agarrado con un dedo, de soportar la propia mochila al hombro y de transitar de punta a punta el coche sin titubeos, para respetar la consigna de descender por la puerta trasera o simplemente por gusto.

A las puertas de la edad madura, el equilibrio ya no alcanza para alardear, pero igual permite subir, pagar y permanecer todo el viaje con una sola mano libre.

Un buen día se ingresa a una zona gris, esa de la que se sale siendo “mayor”. Es la época en que no se sabe si corresponde ceder el asiento o aceptarlo.

Y al fin se llega a ese momento en que el colectivo pasa a ser todo un desafío, una prueba que requiere concentración, esfuerzo, una buena cuota de suerte para acertar con las monedas sin que caigan al piso -o para adaptarse a nuevas tecnologías- y cierta estrategia de coordinación para atravesar ese tramo entre la escalera y el primer asiento, que se adivina infinito y que se vuelve tal cuando las fuerzas y el equilibrio empiezan a fallar, y las propias manos dejan de ser suficientes.