Al margen de la crónica

Melomanía

Confieso que soy melómano. Lo soy. La melomanía no es otra cosa que un amor incondicional, acaso apasionado -y aun caótico y desordenado- por la música, independientemente de géneros, estilos e intérpretes. Una predisposición constante del sentido auditivo y de las emociones hacia la música.

Se sabe que la melomanía es algo parecido a una adicción no perniciosa -aunque impulsiva-. La música está presente todo el tiempo: en el trabajo, en los ratos de ocio personal, de fondo en una charla entre amigos. Pasa desapercibida a veces, pero sabemos inconscientemente que está, fiel y amistosa, para acompañarnos siempre.

Contra la melomanía, muchos atacan diciendo que los nuevos adminículos electrónicos -como los mp3, que permiten transportar y escuchar música en cualquier lugar; un objeto fetiche de los neomelómanos- refuerzan el individualismo y aseguran el aislamiento social. También agravian sentenciando que se ha perdido el gusto por la “buena música”, y que hoy se imponen estilos guiados por el marketing y las reglas del mercado. Quizás haya algo de verdad en todas esas críticas. No obstante, puedo alegar en nombre de la melomanía -y sin temor a equivocarme-, tan sólo un argumento favorable que podría echar por tierra aquellas imputaciones.

La realidad nos desgasta, nos aplasta, nos angustia, no nos da respiro. Y las fugas circunstanciales nos reconcilian con el sentido de las cosas. Ahí aparece la música, como un momento de sosiego y serenidad -que puede manifestarse en la magia de un saxo tenor, de una guitarra española, un piano y un violín, etc.-, para alivianar las arduas exigencias de la vida diaria. La música entra por los oídos y va, sin filtros, hasta el núcleo caliente de nuestras ansiedades, de nuestros agobios y miedos, como un paño frío. Y nos alivia.

Nietzsche escribió una vez -mientras escuchaba a los grandes compositores clásicos de la Europa del siglo XIX- que la vida sin música sería un error, un trabajo forzado, un exilio. Hoy, el arte de los sonidos no perdió vigencia, todo lo contrario. La música no salvará al mundo, ni a nosotros de la fatalidad de nuestro destino. Pero hará todo mucho más soportable.