EDITORIAL

La reforma política

La oposición no puede decir que la decisión del kirchnerismo de tratar a marchas forzadas la llamada reforma política -en realidad se trata de una reforma electoral- la haya tomado por sorpresa. A esta altura de los acontecimientos, los dirigentes opositores no pueden permitirse el lujo de ser ingenuos o desconocer que la palabra empeñada por el kirchnerismo no vale nada. Las promesas del senador Pichetto y de algunos de sus colaboradores de esperar a que asuman los legisladores electos el pasado 28 de junio, se esfumó en el aire. O se consumió en el altar del poder de Néstor Kirchner.

Las esperanzas acerca de una ley aprobada con un amplio consenso se derrumbaron definitivamente. La reforma electoral se aprobará -es lo más posible- acelerando los tiempos cronológicos y políticos, y haciendo valer una mayoría cuya legitimidad es cada vez más endeble. El oficialismo podría haber intentado forjar un amplio consenso, habida cuenta que el proyecto de ley es aceptado en sus líneas generales por la UCR. Sin embargo, fiel a su lógica, el kirchnerismo decidió confrontar y transformar en un campo de batalla un proyecto de ley que para ser eficaz necesita ser aprobado por una amplia mayoría.

En un país normal, este proyecto de ley debería haberse discutido con más tiempo. Nada de esto se hizo. La pregunta a hacerse en este caso es por qué Kirchner elige la confrontación cuando el mismo resultado podría obtener si se propusiera forjar un amplio entendimiento nacional. Incluso, las observaciones que la oposición -en particular los partidos minoritarios- le hubiera podido hacer al proyecto, el bloque mayoritario podría haberlas asimilado.

Según los especialistas en indagar sobre el humor de la pareja presidencial, la orden de aprobar la ley electoral antes del 10 de diciembre tiene que ver con dos o tres cuestiones relacionadas con la manera que tienen los kirchneristas de concebir el poder. En primer lugar, les interesa probar ante la opinión pública y sus propios seguidores, que existe una fuerte voluntad política y que esa voluntad gana todas las batallas. Es por ello que para los kirchneristas la victoria política es más importante que el contenido de la ley.

En segundo lugar, el gobierno no quiere perder la oportunidad de sancionar una ley que le otorga a él un amplio margen de intervención y posible discrecionalidad. Kirchner quiere para el 2010 disponer de poderosas herramientas políticas que le permitan en primer lugar, fortalecer su liderazgo peronista y, en segundo lugar, poner límites a la oposición y si fuera posible, atomizarla al máximo.

Digamos que en estos temas Kirchner no ha hecho más que lo que hace habitualmente. Su concepción de la confrontación permanente, como camino exclusivo para gobernar la sociedad, lo conduce a estos extravíos. Como el general de la leyenda, Kirchner se revela como un gran ganador de batallas que lo conducen a una visible y alarmante derrota estratégica.