missing image file

Un año para mirar el cielo

El 2009 que estamos despidiendo fue el Año Internacional de la Astronomía, la ciencia que estudia los astros y las leyes que rigen sus movimientos. Pero los pueblos del mundo en todos los tiempos han mirado el cielo y crearon sus propias versiones de la maravilla celeste, en leyendas que hoy recorren el globo.

TEXTOS. ZUNILDA CERESOLE DE ESPINACO. FOTOS. EL LITORAL

Cuando el hombre por vez primera dirigió una mirada conciente al cielo, en su total ignorancia de las leyes naturales y sin tener otra base de reflexión que las apariencias aportadas por sus sentidos, indudablemente debió figurarse que la bóveda celeste era sólida y que en ella estaban adheridas las estrellas, como así también fijados el Sol y la Luna.

Esta idea primitiva perduró a través de los siglos hasta llegar al Renacimiento, cuando Copérnico y Galileo compartieron las ideas del movimiento de los astros en derredor del Sol, y se sumó el valioso aporte de Kepler, uno de los creadores de la Astronomía moderna.

Caldeos y egipcios fueron notables maestros de esta ciencia, considerada como la de más antigua data; griegos como Tales de Mileto, Pitágoras, Anaxágoras y Platón la aprendieron de los egipcios; y de Alejandría surgió la gran escuela a la que dio brillo Claudio Tolomeo, que perduró por tres siglos.

Con la invasión bárbara se oscurecieron todas las ciencias, pero en el siglo VIII la Astronomía vuelve a resurgir con los árabes.

En nuestra América, los sacerdotes eran entre los mayas los únicos depositarios de los conocimientos astronómicos, a los que dedicaban sus mayores actividades y su constante atención, lo que devino en un caudal copioso de sabiduría astronómica.

Tenían observatorios dispuestos de acuerdo con reglas exactas. El Caracol hallado en las ruinas de Chicen-Iztá fue uno de ellos, como también el aún más perfecto encontrado en 1924 por el arqueólogo norteamericano Franz Blom, en las ruinas de Uaxactum (Guatemala).

Los astrólogos de este pueblo originario predecían eclipses y realizaban cálculos matemáticos muy abstractos (el sistema antmético de posiciones de aumento progresivo -con determinado número de unidades- y el uso del cero como signo representativo fue conocido por los mayas mil años antes que por los indostánicos, de donde se sabe pasó en forma decimal a Europa, llevado por los árabes que invadieron España, dos mil años antes de que se generalizara en las naciones europeas); sabían de los solsticios y equinoccios; y determinaron con gran precisión los períodos revolucionarios de Venus y de Marte.

La Vía Láctea o el camino de los dioses

En el México precolonial, los mexicanos descubrieron la Vía Láctea y la consideraron como un camino por donde pasaron sus dioses Tezcatlipoca y Quetzacoalt. Su representación consistía en una corriente similar a la del agua y la nombraban Citlalinicue, que significa “orla de estrellas”.

A los cometas le llamaban citlalinpopoca, que significa “estrellas que humean”. El pueblo, al referirse a estos astros, manifestaba “esta es nuestra hambre”, tratando de ocultarse de ellos porque creían que su luz podía lastimar a las personas. Presagiaban desgracias.

Moctezuma vivió con espanto el hecho de ver pasar un cometa poco tiempo antes de ver conquistado su imperio, presagio que -sumado a otros acontecimientos en ese tiempo- presagiaba males irreparables para los aztecas.

A las estrellas fugaces la denominaban citlanlintlamina, es decir “estrella que larga flechas”, y las representaban -precisamente- como estrella con una flecha.

Los aztecas creían, como tantos otros pueblos aborígenes americanos, que cuando se producía un eclipse solar o lunar, estos astros estaban siendo devorados por un animal; es por ello que, para proteger a los astros del victimario, en el momento del fenómeno lloraban, gritaban, hacían ruido, y los guerreros tocaban instrumentos musicales a fin de espantar al agresor.

En las circunstancias en que el eclipse era total, la población exclamaba consternada: “Nunca más nos alumbrará, ya han llegado las tinieblas y descenderán los demonios a comernos”.

El terror se apoderaba de todos, hasta dar paso a una sensación de alivio cuando el eclipse acababa.

Leyendas siderales

Hay leyendas que nos hacen asomar por unos instantes a ese mundo sobrenatural, mágico y maravilloso que los pueblos antiguos han querido presentar para nosotros en forma de relato.

En la narrativa de los mohicanos, grupo étnico perteneciente a los algonquinos, tribus que habitaban parte del norte y del este de América del Norte y de las que superviven algunas en Canadá, figura una singular leyenda que explica el porqué del brillo y de la permanencia de las estrellas en el cielo.

Según narran, en tiempos inmemoriales una mujer celestial dio a luz al Sol y a la Luna y murió en el parto; los hermanos lloraron con desesperación su angustia azul y decidieron llevar el cuerpo de la madre a la tierra para transmitirle su poder de fecundación. Antes de enterrarla abrieron uno de sus pechos que estaba repleto de estrellas, las tomaron y las arrojaron al espacio para que -con su luminosidad- perpetuaran cada noche el espíritu de su madre.

Es por ello que los hombres admiran tanto a la tierra como a las estrellas, ya que están ligadas por una cuerda sutil e invisible a aquella madre legendaria que esparció el bien aún después de muerta.

La constelación de los siete cabrillos

(Leyenda peruana)

En la aurora del mundo, el Sol y la Luna habitaban en la tierra. Solitarios vagaban por valles, mesetas, montañas, selvas, llanuras y desiertos.

En cierta ocasión se encontraron y una ráfaga de amor los envolvió; se enamoraron inmediatamente y comenzaron una vida en común, plena de felicidad.

Esta relación no fue bien vista para el Espíritu Creador, quien interpretó el hecho como una rebelión debido a que no solicitaron su autorización. Por eso, de la ira condenó al Sol a subir al cielo y a la Luna a permanecer en la tierra.

El Sol, pese a la distancia que lo separaba de su esposa, no la abandonó. Cada día alumbraba su camino, llenando de luz las sendas que ésta recorría, y era su forma de expresarle que su amor lo acompañaba.

De esta unión nacieron siete niños, que fueron reduciendo el tamaño por mitades en relación al que les precedía, de tal forma que el más pequeño resultó ser siete veces más pequeño que el mayor.

Durante el alumbramiento, el Sol velaba por el nacimiento de su prole, enviando rayos cálidos para que no sufrieran frío y para cargar de energía sus cuerpecitos.

Al ver el tamaño insignificante del menor, inmediatamente lo dotó de poderes mágicos a fin de que pudiera enfrentar con mayor eficacia los peligros que probablemente debería soportar.

Al pasar el tiempo, la Luna veía complacida cómo sus hijos crecían vigorosos y sanos. Cuando éstos estuvieron en condiciones de valerse por sí mismos, el Espíritu Creador -que aún seguía enfadado- ordenó a la Luna subir al cielo en el momento preciso en que el Sol se retiraba a descansar, para evitar así el encuentro de ambos.

Con el rostro cubierto de lágrimas, ésta se despidió de sus hijos y ascendió a la bóveda celeste. Acotó el mandato, pero su corazón de madre sufría por la separación y por el constante temor de que algo malo le sucediera a su prole.

Los niños, ante la ausencia materna, se unieron aún más y juntos comenzaron a recorrer la tierra. Todos cuidaban al pequeño, pensando que era el más desvalido, pero el correr del tiempo les demostró que éste -por los dones recibidos de su padre- era el que menos peligro corría.

Como deseaban estar cerca de sus padres, reflexionaban sobre la manera de poder ascender al cielo, mas ninguna idea se les ocurría.

Un día, el más pequeño les pidió que cada uno construyera cien flechas. Acostumbrados a sus ideas geniales obedecieron al hermano menor y comenzaron a fabricarlas. Cuando las hubieran terminado, el niño les indicó que las lanzaran por turno al espacio. Así lo hicieron y entonces, merced a sus dotes mágicas, éste las detuvo de tal manera que formaran una escalera.

Subieron por ella y se encontraron con un lago inmenso, descansaron a su orilla y desde allí pudieron divisar en un lado a su ígneo padre descansando y en el otro extremo a su madre, con su túnica de rayos de plata.

Deseando acercarse más a ellos intentaron cruzar el lago a nado, pero se dieron cuenta de que estaba habitado por reptiles de ancho cuerpo y grandes fauces. El mayor tomó una flecha muy larga, se subió en el lomo de un reptil y utilizándolo a manera de remo, comenzó a cruzar las aguas. Sus hermanos lo imitaron y todos comenzaron a atravesar el lago en sus improvisadas balsas. De repente un lagarto atacó al más pequeño, quien al estar lejos de la tierra perdió sus dones mágicos; sus hermanas veían con desesperación lo que ocurría, entonces sin medir las consecuencias, se arrojaron a las aguas para ir a socorrerlo.

El Espíritu Creador, conmovido por esta demostración de amor filial y a fin de salvarlos de la muerte, los hizo ascender y los convirtió en estrellas.

Desde aquel lejano día, según cuentan los aborígenes chamas, se formó la constelación de los siete cabrillos, y los hijos del Sol y de la Luna habitan por siempre en el cielo, pues lograron su deseo de estar cerca de sus padres.

La constelación de la Osa Mayor (Leyenda iroquesa)

Según relata una milenaria Leyenda iroquesa, en el principio del mundo vivía un gigante de piedra de aspecto monstruoso.

Escondido entre los árboles de mayor tamaño y espesa copa, acechaba a los indios cuando éstos iban a cazar osos al bosque y luego los atacaba para devorarlos posteriormente.

En una oportunidad en que un grupo de guerreros se hallaba cazando, ya que necesitaban impresionante pieles del plantigrado porque se avecinaba un invierno muy frío y de no lograrlas se morirían muchos ancianos y niños, el gigante los atacó y los fue comiendo uno a uno. Tan sólo pudieron salvarse tres que subieron al cielo y formaron, desde aquel entonces, la constelación de la Osa Mayor, que refulge con más intensidad en otoño, ya que fue en esa estación del año cuando tuvo lugar el hecho que originó la leyenda. Y en su mudo mensaje de luz, los protagonistas piden que no se los olvide.

La Cruz del Sur*

*Leyenda mocoví

Nemec era un muchacho que poseía gran habilidad para cazar, ni aún los mayores podían aventajarlo en destreza para cobrar piezas de caza.

Su fama se extendía hacia los cuatro puntos cardinales. Esto halagaba al jovencito, que comenzó a creerse imbatible en esta destreza.

Un día divisó a Manic (el ñandú) y decidió cazarlo. Persiguió al ave durante días y noches, indiferente a todo lo que no fuera lograr su deseo. Soportó jornadas de intenso calor en que el aire era irrespirable, una horrorosa sensación de sed le secaba la boca y ennegrecía su lengua. Era grande el dolor de las heridas que le producían las plantas espinosas al desgarrar sus carnes, además de hambre y la fatiga.

Pero todos estos males no lograron que desistiera de su propósito. Pensaba en el adorno plumario que se confeccionaría una vez que atrapara al ave, en la admiración de su gente al observarlo luciéndolo y sus desmayadas fuerzas volvían a vivificarse al imperio de la voluntad y la ilusión.

El ñandú, dispuesto a no dejarse atrapar, huía con desesperación rumbo al sur. Duró tanto la persecución y recorrió tan largo camino que se topó con el horizonte.

Viendo que pronto caería alcanzado por la lanza de su perseguidor, en un esfuerzo supremo abrió las alas y salió volando hacia los cielos que lo acogieron en sus etéreas entrañas.

Allí, los dioses premiaron su valentía y lo convirtieron en una hermosa constelación formada por cuatro estrellas dispuestas en forma de cruz: una ocupaba el lugar de su cabeza, dos marcaban el extremo de sus alas desplegadas y la última señalaba la terminación de sus patas. Había nacido la constelación que hoy se conoce como la Cruz del Sur.

Nemec comprendió lo que había sucedido. Contempló durante toda la noche la maravilla luminosa del ñandú celestial y apenas se anunció el alba comenzó el regreso hacia su tribu, sintiendo el amargo sabor de la derrota, ya que no tendría jamás oportunidad de atraparlo.

missing image file

El sistema solar.

La constelación de Orión*

*Leyenda griega

El gigante Orión se había enamorado perdidamente de Hero, hija de Enopión, rey de Chío, más éste no veía con buenos ojos al pretendiente de la princesa, a causa de su estatura desmedida.

En ese tiempo, la isla de Chío había sido invadida por fieras que aterrorizaban a sus habitantes causando la destrucción y la muerte. El rey, con la secreta esperanza de que Orión muriera en la empresa, le prometió acceder al casamiento sólo si éste lograba exterminarlas por completo.

El gigante enamorado aceptó el desafío: no sentía ningún temor y era afamado cazador.

Orión salió triunfante en la empresa, pero cuando fue a reclamar a su prometida su presunto suegro se negó a cumplir la promesa y le hizo arrancar los ojos.

Desesperado, con las órbitas vacías, vagó sin rumbo preciso durante algún tiempo.

Pero el gigante no se resignó a vivir en tinieblas y fue guiado por un herrero a quien llevaba a cuestas hasta el lugar más apropiado para contemplar cara a cara al sol naciente. Volvió hacia él las cuencas vacías y al contacto con los rayos ígneos recobró la visión.

Al morir, ascendió al firmamento formando la constelación de Orión que es la más espléndida, tal como si la luz que absorbió del sol hubiera quedado impregnada en su ser.

El Sol y su familia

*Leyenda estadounidense

La imaginación de los aborígenes que habitaban la región de la actual California entretejió una singular leyenda sobre los astros que divisaban en el firmamento.

Cuentan que el Sol y la Luna son esposos y las estrellas sus vástagos. El Sol, como jefe supremo, dicta su voluntad en las celestes regiones. La Luna no puede contradecirlo y las estrellas le temen porque para sobrevivir debe devorarlas cuando consigue atrapar a alguna de ellas.

Es por eso que cuando el Sol se levanta por la mañana, huyen despavoridas para desaparecer en el espacio y retornan sólo cuando su ígneo padre se introduce en la boca occidental de su cueva, por la que se arrastra hasta llegar al centro de la Tierra en donde tiene su lecho. El espacio es tan estrecho que no le permite moverse, y para anunciar el nuevo día debe salir por el extremo oriental de su escondrijo.

La Luna, que ha pasado la noche iluminando con su perlada luz la tierra en sombras, agotada y semiadormecida, se retira a descansar en cuanto se anuncia la llegada de su esposo.

Cada vez que el Sol ha conseguido devorar a una estrella, la Luna expresa su tristeza pintándose de negro una parte del rostro. Como poco a poco se consume la pintura, al cabo de un mes su faz vuelve a lucir esplendorosa y las estrellas felices por la belleza de su madre y el retorno de su alegría, celebran su paso con canciones dulces y danzas graciosas.

Los hombres saben cuando hay fiesta en el cielo, porque la Luna llena ilumina con intensidad cada rincón de la tierra, y una misteriosa alegría vibra silente en cada rayo de luz que envía la madre de las estrellas.