Crónicas de la historia

Joaquín V. González

Rogelio Alaniz

Cuarenta años tenía González cuando el presidente Roca lo convocó para desempeñarse como ministro. Para la fecha era un político que había aprobado todas las asignaturas exigidas para los hombres públicos de entonces. Ya era conocido por sus libros y sus amplias preocupaciones intelectuales. Sus contemporáneos lo describen como un hombre de trato afable, sereno hasta en los momentos difíciles y empecinado en la defensa de sus ideas.

Su noción de la política no era improvisada. Por el contrario, González había estudiado nuestra historia nacional y aprendido que es la sociedad en su devenir la que marca la tendencia de una época, correspondiéndole a la clase dirigente captar esas orientaciones y darles la forma jurídica y política necesaria. En toda sociedad -afirma- siempre hay algo que merece ser conservado y algo que necesariamente debe reformarse. Captar el momento del cambio es lo que diferencia a un político serio de un improvisado.

Las reformas son indispensables, pero deben ajustarse a su tiempo. Las reformas anticipadas o las reformas tardías son perjudiciales en todo el sentido de la palabra. González señala al respecto que Carlos III, el rey del despotismo ilustrado, implementó reformas para América cuando ya era demasiado tarde y la consecuencia fue la revolución. Observa luego, que Rivadavia intentó aplicar reformas para una sociedad que aún no estaba preparada para ello y la consecuencia fue la dictadura de Rosas. Como ya se dijera, los cambios para González no eran una coartada cínica u oportunista para seguir defendiendo privilegios, sino el producto de determinadas e inevitables necesidades históricas o, si se quiere, el producto de las exigencias propias del progreso.

Sus ideas de cambio para la primera década del siglo refieren a un modelo político abierto que incluye a radicales y socialistas. En esa propuesta, los anarquistas quedan afuera, pero para este político práctico y decidido, el problema se resolverá con políticas sociales justas y, por supuesto, con la aplicación estricta de la Ley de Residencia que, como se encargará de recordarlo cada vez que se le presente la ocasión, no estaba dirigida contra los inmigrantes, quienes eran percibidos en todo momento como factores de progreso, sino contra los que calificaba como perturbadores sociales y terroristas.

Cuando sus adversarios le reprocharon su amistad con los socialistas dijo con su habitual precisión: “No debemos asustarnos ni alarmarnos de ninguna manera porque vengan a nuestro Congreso representantes de las teorías más extremas o más extrañas del socialismo contemporáneo. ¿Por qué nos hemos de asustar? ¿Acaso no los conocemos nosotros, no somos también parte de ese inmenso movimiento de progreso de la sociedad humana? ¿Acaso no formamos parte de la civilización más avanzada? Y tan no debemos alarmarnos, que es mucho más peligrosa la prescindencia de estos elementos que viven en la sociedad sin tener un eco en este recinto, que no darles representación, oprimirlos en cierto modo...”.

Decíamos que, como ministro de Julio Argentino Roca, González implementará dos grandes reformas relacionadas con los problemas derivados de la participación popular en los comicios y las tensiones nacidas de la creciente beligerancia obrera. Desde el punto de vista electoral su preocupación consistirá en asegurar que se amplíe la representación política a través de un sistema que asegure la hegemonía del bloque dirigente. González es uno de los primeros políticos de su generación en percibir que el régimen fraudulento montado por el PAN no daba para más y que era necesario promover un cambio.

La reforma incluirá un sistema de representación por circunscripciones que permitirá entre sus logros más notables que el socialista Alfredo Palacios acceda a la cámara de diputados. El sistema de circunscripciones no va a durar mucho, pero el antecedente promovido por un sector de la clase dirigente de modificar el sistema electoral queda instalado y será tenido en cuenta ocho años después cuando Roque Sáenz Peña e Indalecio Gómez abrieran el debate para la sanción de la ley 9.971, más conocida como Ley Sáenz Peña.

La otra iniciativa de González, considerada por algunos como una audacia política sorprendente, es el proyecto de código de trabajo. Para ello encargó al ingeniero Juan Bialet Massé que hiciera un relevamiento sobre la situación de la clase obrera en la Argentina. Ese trabajo ha sido reeditado no hace mucho tiempo y para más de un historiador sigue siendo el informe más importante que se ha hecho sobre las condiciones de vida del mundo del trabajo en los inicios del siglo veinte.

Los jóvenes convocados para colaborar en aquella tarea fueron los socialistas José Ingenieros, Leopoldo Lugones, Manuel Ugarte, Augusto Bunge y Enrique del Valle Ibarlucea (cuando en 1920, una Cámara de Senadores con mayoría conservadora lo desaforó por sus simpatías con la revolución rusa, el único senador que votará en contra será González). Había que tener audacia intelectual y confianza en los objetivos planteados para recurrir en aquellos años al aporte de socialistas que, para más de un conservador, eran considerados la encarnación de Mandinga.

El proyecto del Código de Trabajo finalmente no fue aprobado, lo que revela las resistencias que estas reformas generaban en la claque política conservadora. En el caso que nos ocupa, al rechazo de la Unión Industrial se sumó, paradójicamente, el rechazo del socialismo y, por supuesto, de los anarquistas. Paradojas de la política: un Código de Trabajo que sacaba las relaciones laborales del ámbito privado para colocarlo en el espacio público era rechazado por la derecha y la izquierda.

El proyecto de González incluía otras herejías para los conservadores de entonces: descanso dominical, vacaciones para la mujer embarazada, arbitraje estatal, reglamentación de horarios, leyes de accidentes de trabajo con indemnización, protección de los menores... Por supuesto que no todas eran rosas para los trabajadores, las huelgas estaban severamente reglamentadas y las estructuras sindicales debían dar a conocer su funcionamiento interno, lo que le otorgaba al Estado un fuerte control sobre los sindicalistas. Los socialistas en el futuro se iban a arrepentir de haber rechazado ese código.

Por su parte, empresarios y políticos conservadores creían tenerla claro. Más de uno llegó a considerar al Código de Trabajo una propuesta subversiva. Es más, no faltó quien recordara que González había convocado a jóvenes socialistas para realizar los estudios preliminares. Por su lado, la UIA rechazó indignada temas tales como accidentes de trabajo, indemnización, descanso dominical. Sus argumentos eran, y seguirán siendo los de siempre: se desalentaba la inversión privada.

El otro campo de su actividad política fue el de la educación. Su identificación con Sarmiento en este punto era absoluta. Un país que se propusiera estar a la altura de los tiempos debía educar al soberano. Esa tarea debía estar a cargo del Estado, no para monopolizar la educación pero sí para dirigirla. Fiel a sus convicciones liberales, considerará que la Iglesia en estos temas no tenía nada que hacer por dos motivos: porque jurídicamente era leal a Roma y no al Estado nacional y porque una educación moderna debía ser científica y la iglesia en este punto no tenía nada interesante que decir.

La Universidad Nacional de la Plata será su gran creación y allí se desempeñará como rector desde 1906 hasta 1918. Será una universidad científica y humanista, un modelo de casa de estudios que se propondrá superar la visión profesionalista y orientada a las carreras tradicionales de las viejas universidades.

Joaquín V. González no moriría en Chilecito, en su quinta de Samay Huasi, como le hubiera gustado, sino en Buenos Aires. El último atardecer que vieron sus ojos, no fue el de su tierra natal sino el que caía sobre la ventana que daba a la calle Sucre. El cielo que allí se asomaba no era el de su amado Chilecito sino el de Buenos Aires. Nada nos cuesta imaginar que es paisaje le inspiró el poema final: “ Toda estrella vista a través de una lágrima es una cruz”.

Joaquín V. González