CAMPOLITORAL EN EL NORTE DE SANTA FE

El día del puma y los abipones

Las anécdotas de un viaje increíble a la laguna El Palmar. Una jornada de periodismo “todo terreno”, que fusionó notas del tipo “National Geographic”, con la cobertura de las consecuencias económicas y sociales de la sequía.

 

Gastón Neffen

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La idea era contar el impacto de la sequía en los campos de Margarita y Calchaquí. Para eso viajamos con Juan Manuel Fernández (el lunes 26 de enero). Pero el camino iba a proponer una aventura que comenzó con un puma, siguió con un hallazgo arqueológico y terminó con una travesía 4 x 4 —por el medio del barro— con varios trompos y remolcadas.

Hasta que llegamos a Margarita no pasó nada. El mate, la charla, la radio, la música; la “buena” rutina de cada viaje de Campolitoral. En la estación de servicio del pueblo nos esperaba nuestro guía: Hugo “Culacha” Romagnoni un productor ganadero de la zona. Un tipo espontáneo, alegre y fanático de los sombreros.

“¿Me siguen?”, pregunta. Y ahí vamos (en presente histórico). Culacha encara hacia el oeste y toma la ruta 87-s. Son 40 kilómetros de tierra, en realidad de polvo por la sequía, hasta la Laguna El Palmar. Apenas salimos vemos un auto volcado en una zanja. Una señora, su marido y su hijo están parados en la ruta, en medio de una nube de polvo y viento.

Culacha frena y se baja. “¡Cuidado con el león!”, grita la señora. “Esta ahí entre los yuyos”, insiste. Nosotros nos miramos y casi nos tentamos. Pero va en serio. “Recién se nos acaba de cruzar un puma —asegura la señora—, pegamos el volantazo para esquivarlo y por eso nos caímos en la zanja”.

— ¿Un puma?, le preguntamos a Culacha, todavía algo escépticos.

— Sí, sí puede ser. Por “la seca” se los ve mucho más. Es que tienen hambre y sed, igual que los guasunchos (ciervos), y andan por todos lados para conseguir comida y agua”, explica.

Nos quedamos un rato, hasta que el marido nos dice que lo viene a “sacar” una grúa. Hacemos 20 kilómetros más, dejamos nuestra camioneta debajo de un árbol y nos subimos a la de nuestro guía. Nos lleva a lotes de girasol quemados, que no te llegan a las rodillas. Nos muestra tambos que no aguantaron y cerraron (se ven las vacas muertas desde la tranquera). Y también miramos la versión margaritense del “flacaje”, el apodo que se ganaron los rodeos del norte santafesino. Novillos huesudos, débiles, amontonados en los árboles cercanos a los pozos de agua.

— “¿Quieren ver la laguna de El Palmar?, propone Culacha.

— ¿Cómo está? Nos dijeron que es un lugar paradisíaco.

“Está completamente seca. Las últimas mojarras me les lleve a uno de los tanques de agua para que sobrevivan ahí”, cuenta Romagnoni, antes de arrancar hacia El Palmar.

Volvemos a la 87-s y seguimos hacia el oeste. Pasamos por una hermosa y prolija escuela rural. Y de pronto, casi sin transición, el paisaje cambia. Aparecen las palmeras y la arena. Nos sorprendemos por dos cosas. El palmar de verdad impresiona, es enorme. Y además está casi totalmente seco. Cuando cruzamos el segundo puente, camino al borde de la laguna, vemos a un grupo de personas que parecen trabajar en un pozo, con los sombreros y los pañuelos humedecidos para pelear con los rayos del sol del mediodía.

— “Son arqueólogos”, suelta Culacha.

— ¿Arqueólogos? ¿Qué hacen acá?

Están estudiando un paquete funerario de los indios abipones que desenterraron mis peones con la motoniveladora (la champion). Por suerte, los “arqueólogos” se prenden al asado que prepara un amigo de Culacha en la escuela rural y nos explican todo.

Mientras pincha el primer chorizo, Dante Ruggeroni, director del Museo Municipal de Arqueología de Reconquista, recuerda que los abipones dominaron la región del Gran Chaco hasta la llegada de los españoles. Eran aborígenes muy altos (llegaban a los dos metros) que vivían de la caza y de la pesca.

Los paquetes funerarios eran una de los métodos que usaban los indígenas para enterrar a sus muertos. La más habitual era hacer una fosa y colocar el cadáver con un vaso sagrado o con las armas de ese guerrero. Pero “los paquetes” se hacían para trasladar los huesos de los “muertos sagrados” (los antiguos caciques, los guerreros y los hechiceros) cuando los abipones emigraban de un lugar a otro. Lo mismo hacían para llevar los huesos de los guerreros que morían en una batalla lejana.

Con la panza llena, y venciendo nuestra natural inclinación a la siesta (está pesado y hace muchísimo calor), retomamos la ruta camino al borde de la laguna El Palmar. Es uno de los lugares más lindos de la provincia, y es casi desconocido. Ese martes de fines de enero, la laguna estaba seca y los pájaros se paraban sobre el lecho gris y polvoriento del río. Mi compañero saca unas fotos increíbles, con la cámara apuntando hacia el norte.

Cuando miramos hacia el sur aparece la tercera sorpresa del día. Nos comienza a rodear un compacto bloque de nubes oscuras. No lo podemos creer: ¡vinimos a cubrir la sequía!. “Hay que salir ya mismo, seguime”, avisa Culacha. Y al toque comienza a gotear.

De entrada, la camioneta parece afirmarse en el barro, pero nunca hay que confiarse. El primer trompo me deja indefenso y paralizado en el medio de la ruta. Acelero pero la rueda no se mueve un milímetro. Culacha sonríe y me remolca. Varias veces.

Hay dos explicaciones posibles. La tracción 4 x 4 de su camioneta y su “curtida” conducción en el barro. Yo desinflo un poco las ruedas, sigo la huella y voy siempre en segunda, pero igual me sigo quedando. En una de “las resbaladas” mi compañero toma el volante. Hace un par de kilómetros sólidos (me siento un nabo) pero al final también desliza y hace un trompo. Esta vez no va a ser necesario que Culacha nos remolque. Con paciencia y orgullo, Fernández va poniendo “la camio” en la huella y logra arrancar. Solito.

Salimos de la 87-s bajó un nuevo chaparrón. La tormenta sigue el resto de la tarde (fue la más importante de ese enero, 25 milímetros según el registro pluviométrico de la provincia). Nos quedamos en el bar de la estación de servicio entrevistando a los comerciantes, ganaderos, camioneros y acopiadores de Margarita. Todos muy afectados por la sequía. Cuando estamos por salir para Vera, ahí vamos a dormir, pienso en las cargadas que nos esperan a la vuelta, en la redacción del diario. Es que es la segunda vez que con Fernández nos quedamos “empantanados” —por lluvia— en un viaje para cubrir la sequía. La otra vez fue en el paraje 101, en una banquina, cerca de Garabato. Como si intuyera lo que estoy pensando, Culacha me mira y me dice: “Che, ustedes tienen que venir más seguido, hacen llover”.

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Hugo “Culacha” Romagnoni.

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Laguna El Palmar.

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La quedada.

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La remolcada.