2010: el tiempo y el hombre

2010: el tiempo y el hombre

El misterio del tiempo a través de los relojes derretidos de Salvador Dalí, en “La persistencia de la memoria”.

Pbro. Hilmar M. Zanello

¿Qué nos deparará este año? Solemos escuchar esta inquietud ante un año nuevo.

Quizás lo interpretamos como un Papá Noel que nos presenta una suerte de paquete cerrado lleno de sorpresas... ¿Algo ya “predestinado”?

Para San Agustín, cuya inteligencia era notable, después de muchas disquisiciones sobre el tiempo, terminaba afirmando: “Hasta el momento sigo sin comprender lo que es el tiempo” (“Confesiones”).

Con todo, San Agustín decía: “Es evidente que medimos los tiempos, no los tiempos que aún no son, ni los que pasan sin detenerse; ni los que no tienen principio y fin conocidos porque no medimos ni lo pasado ni lo futuro, ni lo transeúnte, y sin embargo medimos los tiempos”.

“Las cosas pasaron —continúa— pero la impresión queda presente. Y esta impresión no es el tiempo que mido, habré de admitir contra toda evidencia, que no mido el tiempo, pero es en tí, Dios mío (alma mía) en donde mido los tiempos. Miro por tanto dónde alborea la luz de la verdad”.

Y termina Agustín: “Mientras tanto mis años van transcurriendo, entre gemidos, y tú, mi padre y mi consuelo, eres eterno. Yo me he desbarrancado en tiempos cuyo orden desconozco y en tumultuosas vicisitudes; se desgarran mis pensamientos en la médula de mi alma; y así será hasta que fluya yo en tí, purificado por el fuego de tu amor.” (“Confesiones”).

Con este pensamiento agustiniano ensayemos algunas reflexiones sobre el tiempo y el hombre.

Nuestra vida transcurre en el espacio y en el tiempo; este principio de año es una invitación a darnos cuenta. Darse cuenta de que el tiempo es un don y una ocasión de respuestas.

Su sentido no es siempre una evidencia. La vivencia del tiempo es muy diversa según nuestra edad, nuestra manera de ver la vida, pero siempre es una oportunidad de “un hacer”.

Para los cristianos, desde la encarnación, la eternidad irrumpió en el tiempo y lo cargó de sentido. El tiempo se comprende viéndolo desde Dios.

Quizás tenemos que aprender ver el tiempo desde este plano, desde alguien que nos ama y nos invita a amar.

El tiempo es mucho más que mera duración. Como seres temporales vivimos en el tiempo y en el espacio, y el desafío permanente es replantearnos “cómo afrontamos la vida”.

El tiempo nunca es neutral, está cargado de sentido. Siempre es movimiento hacia un bien esperado y lo vivimos con tensión de esperar algo que amamos y también como posibilidad de que se acerque algo que tememos.

Otras veces el tiempo parece detenerse, parece tener algo de eternidad cuando por ejemplo vivimos horas de intenso gozo o de intenso dolor. Cuando disfrutamos espacios de intensa alegría y nos sucede algo que nos brinda mucha felicidad es como si nos tocara una chispa de eternidad.

Desearíamos que no pasara nunca esa chispa de felicidad.

Hay una película en la cual vemos una mujer gravemente enferma que le pregunta a su esposo que la acompaña con mucho cariño: “¿Qué es la felicidad para vos, querido?” Él le responde: “La felicidad es lo que estoy viviendo contigo en este momento, con tu presencia, con tu cercanía”.

En esos momentos llenos de felicidad, de belleza, de amistad, el tiempo se detiene, irrumpe la eternidad y se saborea la plenitud.

Del tiempo hacemos nuestra historia cuando lo transformamos creativamente, fecundándolo en el amor y la fraternidad. Entonces se vuelve como una fiesta y don para los demás.

Sólo puede colmar la plenitud humana cuando el corazón, lejos de vaciarse con lo perecedero, encuentra su estabilidad y firmeza en las actitudes de amor y de entrega solidaria. Sólo cuando actuamos y vivimos desde el amor, transformamos el tiempo que pasa en cuotas de eternidad.

Porque la fe pasará. La esperanza un día ya no tendrá sentido. Sólo el amor no pasará” (1 Cor. 13).

El tiempo nos planifica y nos realiza cuando lo hacemos respuesta de bien y de amor para con los prójimos expectantes.

Ésta es nuestra forma de llenar nuestra cuota de sentido para rendir nuestro tiempo y vida al servicio de la civilización del amor con el que Jesús llamó a construir el Reino de Dios.

La Biblia, gran educadora de la humanidad, nos dice en el Libro del Eclesiastés (3, 1-3): “Todo tiene su momento y cada cosa a su tiempo: tiempo para nacer, tiempo para morir, tiempo para plantar, tiempo para arrancar, tiempo para matar, tiempo para sanar, tiempo para llorar, tiempo para reír, tiempo para perder, tiempo para guardar...

Entonces dejarse educar por Dios y su palabra, descubriendo que hay una sabiduría escondida para la existencia que Él nos ofrece para vivir con sentido y plenitud.