Fortuna

 

María Guadalupe Allassia

“Libro, cuando te cierro/ abro la vida.” (Pablo Neruda)

El hilo, el hilo de la poesía

Ahora, es posible todavía, sostener una gota de claridad para la dulce y escondida memoria. Un libro de Neruda que llegó a mis manos tiene la antigua y nueva dimensión de mis recuerdos, llenos de aromas suspendidos sobre la arena anaranjada de sol y pájaros atardecidos, y me llama, me llama a desovillar esta vida mía y recordar aquel amor del novecientos. Desovillar el hilo, el hilo perfumado de naranjas.

También el hilo de las lágrimas color de la muerte, apagadas después para no romper el cielo.

No sé por qué, entre los dolores de una agonía que me deshoja, puede un libro encenderme fogatas y caminos, huellas y manantiales; con una sola página, un beso; con muchas, agua de lluvia mansa sobre mi cabeza.

“libro de poesía/ de mañana, / otra vez vuelve/ a tener nieve o musgo en tus páginas/ para que las pisadas/ o los ojos/ vayan grabando/ huellas”.

Yo era Fortuna, la de la mitología romana, personificación de la suerte favorable o adversa que rige la vida de los hombres. Qué acierto latino para mi vida de nuez en el suelo o estrella atemporal abierta en el infinito.

Vivía en el esplendor antiguo de una casa en San Martín y Santiago del Estero, con mis vestidos largos tocando el polvo y mi cabeza rubia como un planeta trenzado de sueños. Nadie podrá olvidar los bailes, libertad controlada por un papel con nombres, donde el ojo vigilante del Tata tejía y destejía apellidos y destinos, sumisos y encarcelados.

Hasta el día en que Barbarita me leyó mi futuro, en una copa de cristal. Agua y clara de huevo, dijo. Y verás las secretas formas, indescifrables, que tu vida tejerá en el misterio. Recuerdo aquellas riendas que se formaron en la copa, universo de pálidos nombres y curvas frágiles, catedral etérea y transitoria, espuma en el cristal que aguarda. Un cochero dijo Barbarita-. Se ven los caballos y el coche frágil que espera un pasajero. Es un coche mágico, sostenido por hebras tan finas como cabellos. Cabalgará entre sueños amarillos, transparentes como el cristal. Pero, hay un violín amargo, una equívoca sombra que duele hasta la luna. Una espada que arrastra una agonía.

“el tiempo/ se divide/ en dos ríos:/ uno/ corre hacia atrás, devora/ lo que vives/ el otro/ va contigo adelante/ descubriendo/ toda la vida./ Rápido, resbalando,/ cae como cascada”.

Todo se cumplió, paso por paso. Conocí al hombre alto y profundo que me leía poesía entre las araucarias y me paseaba por las calles del Santa Fe antiguo, en su coche tirado por caballos blancos. Al poco tiempo, el Tata me echó de casa porque ése no era el hombre que él quería para mí. De modo que me escapé una noche de otoño, con una valija y un sombrero de la tía Matilde. Me refugié en la casa de Barbarita, quien me escondió en el altillo entre aromas de alcanfor y libros, cuyas páginas con rosas secas guardaban las poesías que me alimentaron el alma.

Nadie vino a buscarme. Nunca. Ni el día del casamiento, otoño de 1878, ni cuando murió mi hijito Telmo, de suave mirada verde y alegría azul. Siempre sola, con mi amado en su coche, viviendo la luz amatista de las ventanas y las puertas que no se abrían. Hasta que él murió, en su “mateo”, bajo la niebla. Sólo tuve los libros, como ahora, que vivo el infortunio eterno de la sombría vida. Y mi muerte, esa luciérnaga que se apaga leyendo poesía. Voy hacia los fragmentos de sombra susurrada y luz de relojes dormidos.

Pero ahora, ya, déjame morir libro, para que perdone los olvidos de los olvidos, la muerte con “polvo en mis zapatos”, déjame Neruda, andar por los caminos de la muerte que espera.

Vuelve a tu biblioteca, libro mío, yo me voy por las calles y me dejo abrazar por la agonía. Digo, con vos, Pablo de caudaloso ritmo, de sublimes registros:

“He aprendido la vida,/ de la vida,/ el amor lo aprendí de un solo beso,/ y no pude enseñar a nadie nada/ sino lo que he vivido./ Libro, cuando te cierro, abro la muerte”.

Fortuna

“Mago del Reino...”, de Pablo Weizz.