Conmemoración del Holocausto

Conmemoración del Holocausto

Un puñado de chicos con mucho frío. Eran sobrevivientes de la “empresa” más horrorosa que dio la humanidad. La mañana del 27 de enero de 1945 los soldados soviéticos llegaron a Birkenau, fecha que fue declarada por las Naciones Unidas como el Día de Conmemoración del Holocausto.

Foto: Archivo El Litoral

 

Dr. Fabián Oddone

Una hora. No más de ese tiempo era el necesario para que una persona que bajaba de uno de los trenes estuviese “procesada”, según el lenguaje utilizado en la “empresa”. El proceso era la muerte; y la empresa, la enloquecida decisión de Alemania de terminar con todos los judíos de Europa, la “solución final”.

El lugar es Auschwitz. En polaco, aquel pueblo tenía un nombre difícil hasta para los alemanes, que lo rebautizaron en cuanto ocuparon ese territorio, muy al inicio de la guerra. Para quienes volvieron a vivir allí, esta decisión no deja de haber sido una suerte. Al menos hoy, Auschwitz no figura en ningún mapa y el apacible pueblo ha vuelto a llamarse Oswiecim, aunque siga pesando de la misma manera en la conciencia de la humanidad.

Enorme carrefour de vías, estratégicamente ubicado, no existía en el Reich mejor lugar para llevar a cabo “la empresa” con la máxima eficiencia y los menores costos. Así fue: un millón y medio de seres humanos murieron sólo entre 1942 y finales de 1944. Trescientos mil chicos. Sobrevivir a la selección inicial y ser destinado a los campos de trabajo no era, de todos modos, una buena noticia. En promedio, la vida se extendía entre tres y cuatro meses más. Hacia el final, había caído hasta los sesenta días. La falta de abrigo, de condiciones mínimas de higiene y las jornadas de hasta catorce horas de trabajo hacían lo que no había hecho el gas con ellos.

Tres lugares en mi vida me dejaron una profunda e imborrable impresión: el ensordecedor ruido de la selva tropical a la noche; el infinito silencio de la Antártida y el terror indescriptible que me causó recorrer el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Ni aún el día maravilloso de un mayo primaveral, ni el verde nuevo de los árboles ni el sol radiante pudieron disimularlo. Al caminar por entre las barracas y a veces, sólo imaginar lo vivido, entendí y compartí lo que Simone Weil señala: “Quienes han visto los lugares del horror y han escuchado el testimonio de los que han sobrevivido también deben contar a los otros lo que pasó”.

Es cierto, Birkenau no es un lugar de visita. Es un lugar de profunda reflexión y aprendizaje, de donde uno sale con el corazón partido, pero con el deber de contar lo que vio y escuchó. Desde que visité el campo, por ejemplo, no he dejado de pensar un solo día en la foto de una mamá cargando a dos de sus nenas, de no más de 2 y 3 años, en tanto otras dos apenas más grandes se aferraban a su abrigo con desesperación. Apenas una hora más tarde, tanta vida se había convertido en demasiada muerte.

No he podido tampoco dejar de recordar lo que nos contaba la historiadora que nos acompañaba: el efecto del gas no era tan inmediato, y a veces se necesitaba mantener cerrada la cámara de extermino hasta media hora para asegurarse de que todos estuvieran muertos. Como escalofriante detalle, nos dijo que los chicos morían primero y que las madres los veían morir antes de caer ellas mismas.

Cuentan que cuando los soldados soviéticos llegaron a Birkenau, en la mañana del 27 de enero de 1945, no podían creer lo que estaban viendo. Ejércitos de fantasmas moribundos junto a otros que acababan de llegar y que no habían alcanzado a ser “procesados”. Y un puñado de chicos con mucho frío. Muy poquitos, tanto que cupieron en una sola foto. Lloraron unos y lloraron otros. Nadie fue el mismo después de aquel día. El mundo no fue igual. Y, seguramente cuando se hayan acallado las urgencias históricas, los libros recordarán el siglo XX como el del “Holocausto” o quizá, como “el de las mayores matanzas en la historia de la humanidad”.

Aquella fecha, 27 de enero, fue declarada por las Naciones Unidas como el Día de Conmemoración del Holocausto. En nuestro país, en un acto solemne y muy triste, a pesar de los muchos años pasados, autoridades nacionales y sobrevivientes del holocausto prenden seis velas, en recuerdo de los más de seis millones de personas que fueron víctimas de la sinrazón.

El homenaje no tendría sentido, sin embargo, si cada 27 de enero no sirviera para que todos hagamos una profunda reflexión sobre nuestras responsabilidades indelegables como ciudadanos. El Holocausto nos horroriza por la magnitud y por la eficacia con que fue llevado a cabo, desde el corazón mismo de la civilización occidental, pergeñado en la tierra que más músicos dio a la humanidad y cuyos filósofos sólo pueden ser comparados con los de la Grecia Clásica. Sin embargo, según muy serias estimaciones, más de 115 millones de personas murieron durante el siglo XX por causa de genocidios y matanzas. Mucho más que cualquier epidemia, hambruna o desastre natural. Más de setenta millones, luego de la Segunda Guerra Mundial. En el momento en que escribimos estas líneas, hay quince países en el mundo que se encuentran en riesgo de enfrentar genocidios o matanzas por cuestiones políticas, étnicas o religiosas.

Y esta reflexión debería empezar por entender que ningún genocidio, como el Holocausto, es el resultado de un acto de un demente ni de una camarilla de alucinados. Hay una sociedad atrás que permite que ello ocurra. En el caso de la “empresa” de Alemania, se necesitó de más de quinientos mil ciudadanos para llevar a cabo la tarea. Los “albañiles” del Holocausto. Gente proba y mejores soldados, padres de familia y respetables vecinos aceptados sin reservas por las comunidades a las que pertenecían.

La conmemoración del 27 de enero debería ser un poderoso llamado a que todos permanezcamos alerta ante cualquier expresión de odio, de discriminación, de exclusión, de xenofobia y de racismo en general. Ningún demonio puede retoñar en una sociedad si sus voceros son denunciados con presteza y valentía. Pero hay que hacerlo rápidamente, desenmascararlos públicamente y no dudar en criminalizar sus acciones, porque el lenguaje de odio y la discriminación son delitos en la legislación argentina.

No nos podemos permitir olvidar que, cada vez que un ser humano descendió las escaleras que llevaban a alguna de las seis cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau, la humanidad lo acompañó. Que cada vez que un ser humano murió allí, la civilización murió con él. Y cada vez que un sobreviviente lloró tanta tragedia, el mundo entero se avergonzó con él. Lo que ocurrió no puede, ni debe, volver a ocurrir.

Negar, olvidar o considerar que se trató de un hecho histórico irrepetible y lejano puede llegar a convertirse en un espantoso precedente para cualquier sociedad que aspira a la pluralidad y el respeto. Incluso, no permanecer alerta, o tolerar desde el silencio expresiones de odio son también enormes errores. Y eso, en la Argentina, no nos lo podemos permitir porque ya hemos recorrido el camino y sabemos adónde conduce.