Institucionalidad y facticidad en la práctica política

 

Todo parece indicar que Néstor Kirchner recuperará su salud y que en poco tiempo -a juzgar por sus declaraciones- volverá a la actividad política. Por lo pronto, su enfermedad puso en evidencia la fragilidad tanto de su salud como del sistema político que contribuyó de manera decisiva a montar. También puso de relieve el singular rol político que desempeña. Los observadores locales e internacionales transmitieron la noticia como si de hecho se tratara de la enfermedad de un presidente, al punto que su incidente fue comparado con los que sufrieron Menem en 1993 y De la Rúa en el 2001, cuando eran mandatarios.

El sistema político que funciona en la actualidad compromete no sólo al oficialismo sino a la oposición, ya que todos actúan como si efectivamente la máxima autoridad política del Estado fuera Kirchner. En las filas del oficialismo, ministros, autoridades políticas y funcionarios en general se reportan ante su autoridad.

Asimismo, su enfermedad permitió alentar la esperanza de que su mujer pudiera efectivamente asumir el rol presidencial que de hecho ejerce su marido. Pero las declaraciones de él prometiendo el retorno a la política, alejan esta posibilidad que, de todas maneras, de haberse cumplido dejaba abierto un interrogante respecto de la capacidad de la señora Kirchner para asumir plenamente sus funciones.

Si bien en 1983, el país recuperó la democracia y los argentinos nos propusimos a partir de ese momento gobernarnos sin la tutela de las Fuerzas Armadas, da la impresión de que un cuarto de siglo después no hemos aprendido a liberarnos de la tutela de los caudillos. El problema es serio porque una democracia que se precie privilegia las instituciones por encima de los papeles mesiánicos de dirigentes que están muy preocupados por hacerle creer al resto de la ciudadanía que sin su conducción les aguarda el abismo.

Con todo, el destino que nos espera no es alentador. Ya es un clásico de la política argentina la presencia de caudillos hegemónicos que en una primera etapa gozan del apoyo mayoritario de la población y luego, como consecuencia de sus abusos, excesos y de la fragilidad de la economía que acentúan con sus actos, pierden el poder. Y huelga decir que con esa pérdida se deterioran aún más las instituciones.

Una democracia que merezca ese nombre se distingue por la existencia de partidos fuertes e instituciones sólidas. En el orden interno del poder, la lealtad de los funcionarios a las instituciones prevalece sobre la subordinación al jefe. Ninguna de estas condiciones están presentes en la Argentina. Por el contrario, los seguidores del caudillo delegan sus responsabilidades por temor a ser sancionados o porque sencillamente les resulta más cómodo. En esas condiciones, una democracia se asemeja más a un jardín de infantes que a una Nación bien constituida.

EDITORIAL