Tres rostros, tres historias

“Triple aparición del rostro de Gala”, Salvador Dalí.

Tres rostros, tres historias

Tres mujeres que protagonizaron vidas dignas de ser contadas. Vidas sencillas que se desarrollan en poblados de Inglaterra, Hawai e Italia.

TEXTOS. ZUNILDA CERESOLE DE ESPINACO. FOTO. EL LITORAL

Hay notables hechos heroicos realizados por hombres y mujeres universalmente famosos, mas también hay infinidad de casos protagonizados por gente sencilla, cuyo nombre es desconocido por la mayoría y cuyo accionar ilumina el camino de las almas esforzadas e intrépidas. Historias, vidas, nombres como los de estas tres mujeres, que son dignos de recordación.

UNA COLEGIALA VALIENTE

En Morside, solitario paraje ubicado en el condado de Dorset, en Inglaterra, vivía Julia Hatcher, alumna de una escuela pública del lugar.

Cierta vez, mientras trabajaba en su hogar, escuchó unos gritos desesperados, salió y vio que un gran toro embestía a un muchacho en un campo vecino al camino.

Una y otra vez la bestia enfurecida volvía a la carga y lanzaba al aire a la víctima, tomándola con sus poderosos cuernos. La muerte del muchacho era cuestión de minutos y la valerosa niña corrió a salvarlo. Peligrosa era su actitud y fatalísima la consecuencia de la misma, pero ella no midió el peligro al que se exponía.

Recordó que los toros cierran los ojos cuando los apedrean, recogió algunas piedras y al llegar al lugar adecuado para que dieran en el blanco, comenzó a arrojárselas al animal. No todas dieron en el blanco, pero sirvieron para distraerlo aunque no hicieran impacto.

El toro se enfrentó a la muchacha y bajó la testuz varias veces para embestirla, pero cada vez que lo hacía un diluvio de piedras lo golpeaba.

Finalmente se alejó, y la niña continuó apedreándolo hasta que desapareció.

Luego corrió hacia el muchacho que yacía sin sentido con sus ropas convertidas en harapos y su cuerpo lastimado, pero afortunadamente sin ninguna fractura. Lo reanimó, y tras haber sido socorrido en breve tiempo quedó totalmente restablecido.

Como premio a su arrojo y valentía, Julia recibió una medalla de bronce que le concedió el gobierno.

Kapiolani, heroína de la fe

En el archipiélago de Hawai, uno de los más extensos de la Polinesia, en la isla de Kilavea, se yergue uno de los volcanes más grandes del mundo, su cráter contiene un enorme lago de fuego líquido cuya humadera forma una espesa nube de día y de noche.

Según era creencia de los lugareños, se bañaba en el ígneo lago la terrible diosa Perle, cuyos cabellos eran los filetes vareos que se esparcían por la montaña.

Era tabú ascender hasta el cráter, prohibición acentuada para las mujeres, ya que una leyenda aseguraba que si una mujer yacía por el cerro y arrojaba al interior algunas ramas recogidas de los arbustos, la diosa Perle se irritaría y la aniquilaría junto con la isla, arrojando ardiente lava en medio de truenos ensordecedores.

Llegaron al lugar misioneros cristianos, quienes con amor y paciencia inculcaron la nueva fe que erradicó a las feroces y salvajes divinidades locales.

Únicamente se conservaba el ancestral temor hacia Perle y la llameante montaña, último baluarte del paganismo de otrora.

Corría el año 1825 cuando Kapiolani, una fervorosa cristiana llena de fe y arrojo, decidió desafiar a la diosa en su fortaleza y acabar con el hechizo que ésta ejercía sobre el pueblo.

Arrancó una rama de uno de los arbustos sagrados, pese a que sólo el tocarlos constituía un acto sacrílego, y comenzó la ascención por la montaña.

Llenos de ira, los sacerdotes de Perle trataron con sus predicciones y amenazas, de detener el paso de Kapiolani, quien se apresuró a ganar la cumbre.

Una vez allí arrojó la rama y pronunció estas palabras: - si muero por el enojo de Perle reconoceré su poder, pero ahora quebranto sus órdenes. Estoy a salvo porque me protege mi Dios. Él fue quien, con su voluntad, hizo surgir estas llamas. Él quien, con su mano, puede refrenar su furia.

Nada sucedió, ni ríos de lava asolaron a su paso ni aterradores truenos hundieron el aire.

Descendió por la montaña Kapiolani. Al llegar sonrió a los pasmados sacerdotes y a los atemorizados habitantes, con su heroica proeza había destruido el poder de la superstición y ganado la causa de la fe cristiana.

La viuda del capitán Veritá (una italiana valerosa)

Corría el año 1851. Los austríacos que se habían apoderado de parte de Italia hacían sentir su poder y despotismo.

En Modigliana acampaba un batallón de los extranjeros. El cura del pueblo, a quien llamaban don Veritá, había consagrado su existencia al amor de su país. Por aquella época, aparte de sus labores sacerdotales, se dedicaba a procurar la salvación de los prófugos que huían del yugo de los invasores.

Llegó al conocimiento de los austríacos que, meses antes, había logrado salvar a Garibaldi y esto, por cierto, produjo su reacción inmediata.

La madre del sacerdote, una viejecita con el rostro apergaminado y el cuerpo encorvado por el peso de los años, vivía angustiada por la suerte que podría correr su hijo.

Una noche oscura en que la luna parecía haber huido y las estrellas apagado sus candiles milenarios para dar paso al imperio de las sombras, la anciana oyó golpear la puerta insistentemente.

Su corazón de madre intuyó que eran los austríacos; entonces, recuperando el vigor de otrora, corrió a avisar a su hijo, instándolo a que huyera por una ventana que daba al huerto; éste se resistía a hacerlo, pues temía por su madre, pero ella con los ojos brillantes y la voz perentoria insistió vehementemente.

Luego, con lentitud, para dar tiempo al prófugo, se dirigió a abrir la puerta que golpeaban brutalmente. El oficial que dirigía la patrulla ordenó al comisario de policía que registrara la casa de inmediato, sin dejar de ver un sólo rincón durante la requisa.

La anciana, haciendo un esfuerzo tremendo para dominar el nerviosismo que la consumía, fingió estar tranquila a pesar de que su viejo corazón palpitaba enloquecido por la angustia, el temor y la impotencia.

Inútiles fueron los esfuerzos de los esbirros: no lograron encontrar ni al cura ni a las armas que, suponían, tenía escondidas en la casa. A fuerza de revólver, sólo encontraron una vieja espada de cuyo puño pendía un pergamino. El oficial lo miró y leyó: “Asedio de Génova 1800. El general Massena al valiente capitán Veritá”.

- ¡Esta es una espada de honor! -, exclamó el austríaco, arrebatando el arma de las manos del comisario- ¡No todos son dignos de tocarla!

Con respeto, preguntó a la anciana, quién era aquel capitán Veritá. - Era mi marido- contestó con el rostro iluminado por el orgullo la vieja mujer, mientras dos lagrimones corrían por sus mejillas.

Entonces, el austríaco inclinó la cabeza, releyó la inscripción del pergamino y besó la mano de la viejecita.

Acto seguido, mandó a su gente a que se retirase. Él mismo, descubriéndose la cabeza, se alejó conmovido.

Desde aquella noche, cada vez que pasaba delante de la vivienda, se inclinaba interiormente porque su inteligencia y sagacidad le hicieron comprender que la anciana había hecho un esfuerzo sobrehumano para proteger a su hijo y que, tanto en el ayer como en el presente, la valentía anidaba en cada rincón de la misma.