EDITORIAL

La violencia y los countries

La sucesión de robos en los barrios cerrados del conurbano bonaerense, más conocidos como “countries”, debe analizarse con atención. Como postal de lo que sucede en la Argentina y como enseñanza de lo que se puede prever en conglomerados urbanos como el de Santa Fe, donde ese tipo de urbanizaciones empieza a florecer.

Estos emprendimientos promovieron -y sostienen- la inversión y el desarrollo con ordenamiento relativo, pero aislado, allí donde faltó la planificación integrada estatal. Generaron crecimiento y trabajo, ensancharon las zonas urbanas con algún respeto por los espacios verdes y el nivel de los servicios.

Pero también marcaron el fuerte contraste que supone la sucesión contigua de espacios con ordenamiento privilegiado, respecto de grandes áreas abandonadas a la escasa suerte de sus moradores y la ausencia del poder público. Las villas y el lujo se hicieron vecinos como flagrante manifestación de la inequidad contemporánea.

Así como ningún barco puede flotar por encima del nivel del agua, el “marketing de los countries” no puede ofrecer una caja de seguridad, una realidad distinta de la del lugar en la que se instalan. Los muros no impermeabilizan la violencia y los servicios de vigilancia, menos legales que irregulares, tampoco pueden suplir al poder público en materia de seguridad.

Los robos permiten verificar, además, que los delitos cometidos en los countries no son hijos de la pobreza, sino de la malicia de quienes, en conciencia del daño que producen, disponen de inteligencia, planificación y medios sofisticados de ejecución de esos actos ilegales.

Aunque los padecimientos no resisten la equiparación entre quienes son víctimas de las necesidades más elementales y los que tienen resuelto ese desafío, no es menos cierto que víctimas y victimarios hay en todos los estratos. Ningún fundamentalismo ideológico, ningún resentimiento sirve como marco teórico para resolver el problema.

El desarrollo de nuevos barrios con buenas casas es una buena noticia. Pero no hay sistemas de alarmas ni barreras físicas -tampoco las hay en las rejas y las puertas blindadas de cada barrio de la ciudad- que aíslen los problemas que plantea la violencia en la sociedad.

Las respuestas están en las políticas de Estado y en las construcciones sociales; la planificación urbana es -debería ser- una de sus manifestaciones, pero ella debe estar, a su vez, inscripta en una estructura superior de diseño político, capaz de contener el desafío social de la democracia: ofrecer a todos una digna oportunidad.

La arquitectura que nos rodea expresa las capacidades y las falencias de la sociedad que construimos. En el paisaje citadino falta el equilibrio que proponían los planes oficiales de urbanización, capaces de capitalizar el sueño de desarrollo de una clase media que embarque efectivamente la inclusión social y atempere las diferencias, que son inadmisibles cuando se trata de dar sustento a lo más elemental de la dignidad humana.