La envidia

Luis Guillermo Blanco

La Real Academia Española define a la envidia como la “tristeza o pesar del bien ajeno”, y como la emulación o el “deseo de algo que no se posee”. O sea que quien envidia siente congoja por algún bien que es de otro, el cual constituye ese “algo” que el sujeto envidioso no posee. Estamos, pues, en el terreno del deseo, es decir, en un ámbito propiamente psicológico. O psicopatológico. Pues la envidia, en su mayor expresión (intensa y excesiva), es un padecimiento emocional.

Al tratar acerca de los celos (El Litoral, 20/11/09), recordamos que Melanie Klein conceptuó a la envidia como “el sentimiento enojoso contra otra persona que posee o goza de algo deseable, siendo el impulso envidioso el de quitárselo o dañarlo”. Correspondiendo ahora acotar que, para Klein, la envidia es una expresión sádico-oral y sádico-anal de impulsos destructivos que operan desde el comienzo de la vida y que tienen una base constitucional. Siendo que la proyección destructiva de la envidia radica en que se ataca lo envidiado en el otro. Y pudiendo decirse que “la persona muy envidiosa es insaciable; nunca puede quedar satisfecha porque su envidia proviene de su interior y por eso siempre encuentra un objeto en quien centrarse”. Por su parte, Wilfred Bion advirtió que los individuos afectados por fuertes sentimientos de envidia poseen una actividad mental que procura distorsionar el conocimiento o la comprensión para evitar el dolor o la frustración, y George Crabb consideró que la envidia es siempre una pasión baja, que arrastra tras de sí las peores pasiones.

Sin perjuicio de que se pueda envidiar a más de una persona, la envidia se dirige a cada individuo envidiado en particular. De allí que, en cada caso singular, la envidia siempre implica la relación del sujeto que padece envidia con una sola persona (el envidiado), y se concrete en alguno o ambos de dichos impulsos, propiamente mediocres y maliciosos. O en atormentarse a solas, impotencia y furia mediante. Pero siempre y en todo caso, acumulando el envidioso dolor y frustración, en cuanto y en tanto envidiar implica un reconocimiento, consciente o no, de las propias carencias (objetivas o cuya obtención de lo deseado descarta por considerarse “inepto” para ello) y autolimitaciones (reales, inducidas o psicopatógenas, pero que no se intentan superar), cualquiera que unas y/u otras fueran. De allí que el acto de envidiar lo coloca en un estado de continua insatisfacción y de queja permanente, lastimándolo y desenfocándolo de sus propios objetivos, afectando el desarrollo de sus capacidades para la gratitud y la felicidad, y destruyéndolo lentamente.

Siendo así, para quitar a otro lo que desea, el envidioso podrá ponerse en campaña con tal fin (o regocijarse en su frustración, destilando veneno), intentando dañarlo directamente o entrometiéndose en su vida social. Por eso, la envidia siempre implica descalificación del Otro, y aun menosprecio y calumnia, e incluso agresiones de cualquier tipo, hasta por medio de terceros. Vg., inmiscuyéndolos en su prédica envidiosa (disfrazada de justo reclamo, reivindicación de “algo”, advertencia o consejo), de forma tal que, en este caso, el sujeto envidiado pueda llegar a verse enredado en alguna situación desagradable, teniendo que aclarar cuestiones o enfrentar a esos terceros en su propia defensa. Un ejemplo típico es el “compañero de trabajo” que gusta hablar pestes de alguno de sus pares a su jefe; o aun efectuar presentaciones escritas (en cualquier ámbito laboral o cultural) que, bajo una máscara de realidad y racionalidad, sólo son tergiversaciones y/o exageraciones de hechos acontecidos, sino seudoargumentos discriminatorios o mentiras “creíbles”, cuya real finalidad es puramente difamatoria. Discursos peyorativos huecos que, a la corta o a la larga, caen por su propio desatino.

Pero ¿qué se puede envidiar? En general, todo. Cosas, relaciones, lugares sociales, logros, dotes y aptitudes. La posesión de ciertos bienes materiales, el puesto de trabajo y los consecuentes ingresos, ciertas amistades o amores, algún lugar académico, el estatus social, el estado físico, la habilidad para algún deporte y, dentro de este sinfín de carencias del sujeto envidioso, aun la capacidad intelectual y/o laboral, la fortaleza de ánimo o los rasgos de carácter con los que el sujeto envidioso desearía contar. Pues, según Bernardo Stamateas, la excelencia y el triunfo siempre traen envidia. Su brillo siempre opaca al envidioso y le genera una profunda bronca, un deseo de destrucción y de odio. Pero no de autosuperación.

En fin, como alguna vez dijo Napoleón Bonaparte “la envidia es una declaración de inferioridad”. Y “una demostración de envidia es un insulto a sí mismo” (Yevgeny Yevtushenko). Por ello, el éxito de otro no debería ser motivo de envidia, sino fuente de inspiración en pos del propio bienestar. Y si una persona envidiosa reconoce serlo y no puede remediarlo por sí mismo, siempre contará con la posibilidad de acudir a un psicoterapeuta. Aunque tal vez luego lo envidie y critique por no tolerar que éste último tenga la capacidad admirada y envidiada de comprenderlo y ayudarlo.

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La proyección destructiva de la envidia radica en que se ataca lo envidiado en el otro. “La persona muy envidiosa es insaciable. Nunca puede quedar satisfecha, porque su envidia proviene de su interior y por eso siempre encuentra un objeto en quien centrarse”.

Foto: Archivo El Litoral.