EDITORIAL

La hora de Ricardo Jaime

La lamentable experiencia que en temas de moral pública tenemos los argentinos hace que aceptemos que periódicamente algún funcionario del gobierno de turno sea procesado y, en ocasiones, condenado por actos de corrupción.

Es el caso de Ricardo Jaime, quien experimenta en carne propia la acción de la Justicia por numerosos hechos presuntamente ilícitos, pero a la vez aparece como una suerte de chivo expiatorio, alguien a quien su grupo le soltó la mano porque su situación es indefendible o, directamente, porque perdió el favor oficial.

Durante años, Jaime fue un funcionario todopoderoso que tenía línea directa con Néstor Kirchner y que en su omnipotente tránsito por el poder acumulaba denuncias por corrupción sin que se le moviera un músculo de la cara.

Ahora, la Justicia investiga con decisión los orígenes de la formidable fortuna adquirida por un hombre que hasta hace unos años vivía en un Fonavi de la Patagonia. Hoy, todos los indicios dejan entrever la probabilidad cierta de una condena. Entre tanto, la opinión pública parece no tener dudas respecto de la catadura moral del personaje que hasta hace pocos días se paseaba rodeado de matones. Pero para no caer en subjetividades inconducentes, lo que importa es preguntarse no sólo cómo pudo haber adquirido una fortuna que incluye casas en diferentes países, campos, autos caros y hasta aviones, sino cómo pudo haberlo logrado sin el conocimiento de sus superiores políticos, máxime cuando las reiteradas denuncias sobre sus supuestas inconductas poblaban las páginas de los diarios y las emisiones de radio y televisión.

Es impensable que en un gobierno caracterizado por la verticalidad del mando y la decisión, un secretario de Estado de un área sensible pueda hacer lo que se le ocurra. De modo que la investigación sobre la conducta de Jaime interpela al gobierno de los Kirchner, aunque en la Argentina suele bastar con que salte el fusible para que se preserve la instalación. La voladura del fusible, con su estampido y chisporroteo, constituye un espectáculo suficiente para calmar la agitación ciudadana. Ésa es la milenaria función del chivo expiatorio, cargado con los males del conjunto, al que liberaba con su destrucción.

Pero si este “sacrificio” en clave moderna alcanzara para aquietar los ánimos públicos, queda en pie la duda sobre el matrimonio gobernante que, como nadie antes, utiliza sondeos sistemáticos del humor ciudadano y emplea a destajo los servicios de informaciones del Estado. De modo que nadie puede alegar ignorancia.

El caso de Jaime se emparenta con el de María Julia Alsogaray, quien se desempeñara también como influyente secretaria de Estado bajo la presidencia de Carlos Menem; y que siendo sólo una pieza de un sistema, fue la única que purgó con prisión y sanciones económicas los excesos compartidos por los demás integrantes del gabinete. Ambos, además, ostentaban su riqueza con un desparpajo que sólo explica la seguridad de sentirse bajo el paraguas protector del poder.