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Memorias de agua

Romina Santopietro

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El 29 de abril de 2003 los rumores invadían toda la ciudad más rápido de lo que demoró el agua en ganar la planta urbana.

Eran las 10 de la mañana, mi amiga Cecilia me llamó para contarme preocupada, “dicen que se viene el agua”. “¿Qué vas a hacer?”, pregunté sin poder creerlo. No nos podíamos inundar, era inconcebible. “No sé -dijo ella- ¿te puedo mandar los chicos mientras subo los muebles y preparo la casa por si entra el agua?”. “Sí, mandalos que los espero”. No estuvieron en el momento en que la esperanza en Santa Fe desaparecía entre las aguas del Salado.

Ese 29 de abril fue el día más amargo, más triste y más angustiante que recuerdo.

Todos los santafesinos corrimos por las calles, los que tenían el agua en sus casas, para salvar lo que se pudiera. Los que tuvimos la suerte de no tener agua en nuestras viviendas, tratando de saber cómo estaban nuestros seres queridos.

A medida que el agua subía en barrio San Lorenzo, Ceci me llamaba desde el celular y me decía, con la voz hueca “estamos en el techo... de la casita de mi vecina ya no se ve nada”. “Mi casa desapareció bajo el agua”. Una de esas llamadas sólo tuvo llantos en ambos lados de teléfono.

A partir de esa noche, en que los vecinos salieron a ayudarse mutuamente, porque nadie estaba preparado, porque nadie sabía, porque nadie avisó, se rompió algo en la ciudad... El río se llevó muchas cosas. Barrió con cercos y casas, con muebles y recuerdos, anegó sueños y sembró miedos.

Las aguas bajaron. La ciudad quedó quebrada, muchas vidas se perdieron durante la incursión del río. Y después.

Pero gracias a los lazos invisibles tendidos antes, durante y después de la tragedia hídrica, ese hilito conductor que nos unió a todos permitió que la vida volviera a su cauce.

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