Se sanciona la Constitución Nacional (I)

Rogelio Alaniz

Las crónicas dicen que el 1º de Mayo de 1853 caía una fina llovizna y la temperatura era baja. El dato merece mencionarse porque una de las quejas frecuentes de los constituyentes -que desde hacía seis meses vivían en Santa Fe- era por el calor, un calor asfixiante, húmedo, opresivo, agravado por las nubes de mosquitos impiadosos, en un tiempo en que no existían los compuestos químicos actuales para combatirlos y, mucho menos, los acondicionadores de aire.

Como el calor era tan intenso, los constituyentes habían resuelto trabajar a partir de las siete de la tarde, motivo por el cual las sesiones solían extenderse hasta la madrugada. No sólo el calor exigía un trabajo intenso en horas desacostumbradas. El proyecto constitucional empezó a ser tratado a partir del 18 de abril y en menos de dos semanas hubo que aprobar todos los artículos, una tarea maratónica que incluía, además, los debates, en muchos casos duros e irreconciliables.

La labor parlamentaria fue tan exigente y la aprobación de los artículos tan acelerada, que los historiadores revisionistas, en su afán de impugnar lo sucedido en Santa Fe, se dedicaron a establecer un cálculo estimativo de los minutos que demoró cada artículo para ser aprobado. Tampoco se privaron de descalificar con duros adjetivos a los constituyentes, considerados despectivamente como “alquilones”, una calificación que en realidad pertenecía al arsenal verbal de los porteños, quienes también en esos tiempos se dedicaban a divertirse de lo lindo con los defectos y vicios de los representantes de las provincias, como lo demuestran las abundantes caricaturas y comentarios publicados en los pasquines porteños de aquellos años.

Sería una exageración decir que ese 1º de Mayo otoñal, los hombres respiraron aliviados después de haber sancionado la Constitución, porque en esos tiempos las condiciones sociales y políticas eran tan inciertas que no daban tregua a la clase dirigente. Pero está claro que la mayoría de los legisladores deben de haberse sentido satisfechos por concluir una tarea que sabían histórica, en tanto que se constituía legalmente una nación que empezaba a pensarse como Estado. Y no importaba, en este sentido, que para el cumplimiento de ese objetivo aún faltaba recorrer un trecho histórico de casi treinta años plagados de guerras civiles, afanes separatistas y rebeliones armadas, además de una guerra internacional prolongada y costosa.

La Constitución Nacional fue sancionada el 1º de Mayo, promulgada el 25 de Mayo y jurada por todas las provincias -menos Buenos Aires- el 9 de Julio de 1853. Las condiciones en que se celebró el Congreso Constituyente no fueron las ideales, pero en esos tiempos hubiera sido ilusorio suponer que esas condiciones eran posibles. Al momento de iniciar sus sesiones la provincia de Buenos Aires no sólo había decidido no asistir, sino que acababa de protagonizar su histórica rebelión del 11 de septiembre que la separó de la Confederación y la separó de manera beligerante. La ausencia de la provincia más importante del territorio que aspiraba a llamarse Argentina no era un dato menor. Por posición geográfica, por riqueza, por sus relaciones con el mundo, por el desarrollo de su clase dominante, Buenos Aires era superior a la suma de todas las provincias, “los trece ranchos”, como las calificara don Anchorena, quien a su colosal fortuna le sumaba una inusual habilidad para acomodarse a los nuevos tiempos, singular y notable destreza por parte de quien hasta hacía dos años había militado entre los más entusiastas partidarios de Rosas, una relación que, además de política, era familiar y comercial. Pero los lazos afectivos y familiares de los Anchorena no fueron óbice para que traicionaran al caudillo bonaerense de la manera más vil, como bien se lo reprochara desde el exilio quien hasta hacía unos pocos años había sido su jefe indiscutible y el responsable de su incalculable riqueza.

Las dificultades políticas para institucionalizar el país nadie las ignoraba, incluso el propio Urquiza las hacía manifiestas en su correspondencia. Pero nada de ello le impidió, tal vez empujado por la acelerada e imprevisible dinámica de los acontecimientos o, tal vez, porque su visión de la política era más generosa, que diera ese paso, sabiendo de antemano que la financiación de la empresa correría por cuenta de Entre Ríos, es decir, de su propio bolsillo.

Después de Caseros, Urquiza reunió a fines de mayo de ese mismo año a los gobernadores en San Nicolás, donde luego de las deliberaciones y las rencillas del caso decidieron convocar a una Convención Constituyente a celebrarse en Santa Fe. Si bien el representante por Buenos Aires -bien aleccionado por Urquiza- aceptó lo que allí se decidió, no bien la noticia llegó a la ciudad el “interés porteño” se rebeló y no se tuvo ningún reparo en tratar sin miramientos a Vicente López y Planes, ese “venerable comodín”, al decir de Paul Groussac, dispuesto a escribir el Himno Nacional y alguna que otra marcha olvidable en homenaje a Rosas.

En las célebres “jornadas de junio” quedó claro, entre tanta retórica y discursos encendidos, que la causa de Buenos Aires estaba por encima de las disidencias entre unitarios y federales o entre rosistas y anti-rosistas. El acto público en el que el unitario Valentín Alsina y el rosista Lorenzo Torres habrían de abrazarse jurándose amor eterno, ponía en evidencia que el interés porteño había encontrado su cauce, más allá de anécdotas o refriegas menores.

La deserción de Buenos Aires incluía la beligerancia militar. Al momento de iniciarse las sesiones en Santa Fe se temía una invasión a la provincia de Entre Ríos, que fuera conjurada oportunamente por López Jordán. Sin embargo, por ese motivo, el presidente de la flamante convención, Facundo Zuviría, sugeriría que se suspendieran e incluso se levantaran para tiempos mejores las sesiones, una moción que será refutada por Manuel Leiva, el representante de Santa Fe, pero que de todos modos evidenciaba las tribulaciones y dudas de los constituyentes.

Los representantes comenzaron a llegar a Santa Fe a principios de noviembre. Lo hacían en barco o en carruaje. El Puerto o la actual plaza España eran los lugares de llegada. Santa Fe lucía por entonces como una modesta aldea de no más de diez cuadras de extensión, de modo que no disponía de comodidades para alojar a las visitas. En consecuencia, algunos se instalaron en los conventos franciscanos y dominicos y en los cuartos de la expulsa Compañía de Jesús, mientras que otros lo hicieron en casas de familia. Tal fue el caso de José Benjamín Gorostiaga que se alojó en el piso de alto del domicilio de Hermenegildo Zubiría ubicado en las esquina de 3 de Febrero y San Jerónimo.

La llegada de hombres desde diferentes puntos del país, la presencia habitual de las autoridades nacionales con sede en Paraná o en Concepción del Uruguay, le otorgarían a la ciudad de Santa Fe un inusual protagonismo. La vida social de la ciudad se intensificó de manera sorprendente. Abundaron las reuniones sociales, las tertulias, los bailes, las excursiones por el río y los agasajos. Seguramente todas esas reuniones se realizaron con la previsible compostura que dictaba la investidura de los forasteros y los rígidos códigos de honor de la época. Nada de ello impidió, sin embargo, que en esas cálidas y agobiantes noches de verano, a la luz de la luna o bajo la sombra de los patios arbolados, se tejieran romances entre algunos constituyentes y algunas niñas de la sociedad local, romances que en tres casos concluyeron con respetables casamientos como ocurriera con Juan María Gutiérrez y Gerónima Cullen, Salustiano Zavalía y Emilia López, y Luciano Torrent y Severa Zavalía.

La composición mayoritaria de los constituyentes, era la previsible: sacerdotes y abogados. La convención estuvo integrada por veinticinco constituyentes. El único ausente con aviso por enfermedad fue el diputado por Salta, Eusebio Blanco. No todos estuvieron presentes en el inicio de la convención y en el transcurso de esos largos meses algunos se retiraron y fueron reemplazados por otros.

La idoneidad intelectual de los diputados es opinable, pero hay un amplio consenso en admitir que los más talentosos y preparados fueron Juan María Gutiérrez, Salvador María del Carril y Benjamín Gorostiaga, una orden de mérito probablemente injusta pero muy divulgada.

Las sesiones se iniciaron el 20 de noviembre y en ausencia de Urquiza el gobernador de la provincia de Santa Fe, Domingo Crespo, leyó un mensaje inaugural en que se insistía en invitar a Buenos Aires a sumarse al proyecto de Organización Nacional. “En la bandera argentina hay espacio para más de catorce estrellas, pero no puede eclipsarse una sola”. El panorama político nacional no era el más auspicioso, pero aquellos hombres ya estaban habituados a remar contra la corriente y a correr riesgos, como corresponde a políticos para quienes nunca fue un obstáculo saltar sobre sus propias sombras. (Continuará)

Se sanciona la Constitución Nacional (I)

Los Constituyentes del ‘53. El cuadro que pintara Antonio Alice se encuentra actualmente en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de la Nación.

Foto: Archivo El Litoral