Atilio

Atilio

El padre Atilio Rosso en una de las aulas en las que instaló el sistema de Internet WiFi. “La diferencia entre el nivel educativo de los chicos excluidos y el resto es grande, y el único camino para acortar la distancia es a través de la computación”, decía entonces. Foto: Amancio Alem

Alberto E. Cassano

Lo conocí en el año 1954 en la oficina de Ernesto Leyendecker. Era cinco años mayor que yo. En ese momento, el Ateneo Universitario actuaba en la clandestinidad, clausurado por el gobierno. En septiembre de 1955 éramos muy amigos y activos militantes del catolicismo en el conflicto de la Iglesia con el peronismo.

Tres meses después, tuve la primera muestra de su pensamiento adelantado en el tiempo. Fueron con Víctor B. a visitar hospitales y geriátricos como lo hacíamos habitualmente (ellos más y mejor que yo) los sábados por la tarde. Volvieron y Atilio nos dijo: “¿Che, no nos habremos equivocado?”. Tal era el dolor que me contaron que vieron en los barrios luego de la revolución. Ya para febrero o marzo de 1956, los tres teníamos claro nuestro arrepentimiento. Pero él fue más específico: “Nosotros no luchamos por una revancha y, de alguna forma, debimos haber tenido en cuenta de qué lado estaban los pobres”. Entre marzo y junio de 1956, dejamos de ser antiperonistas aunque mantuvimos nuestra ideología.

Desde 1955, los tres nos hicimos amigos inseparables y todas las horas después del almuerzo y muchas noches, tal vez demasiadas, durante por lo menos cuatro o cinco años, nos dedicamos a trabajar por un socialismo cristiano en el que creímos (que poco tiene que ver con el marxismo o el capitalismo) basado en el hombre, con justicia, dignidad, solidaridad, equilibrio social y teniendo el bien común como objetivo final. En otras palabras: después de Dios, el amor al prójimo. Lo que significaba que el país no podía tener pobres y ricos tan injustamente separados en sus accesos a una vida digna. Creo que él y Víctor pensaban con más claridad que yo, pero ellos decían que discutía y hablaba mejor, de allí mi mayor exposición pública.

Después de completar su doctorado en química entró al seminario; Víctor se recibió y se fue a trabajar primero a Buenos Aires y luego a Bariloche y yo marché a EE.UU. a hacer mi doctorado. A mi regreso nos veíamos con frecuencia, de nuevo después del almuerzo, hasta que las obligaciones cada vez mayores de nuestros propios proyectos fueron distanciando los encuentros. Pero cada vez que nos juntábamos, y muy especialmente con la presencia de Víctor, sentíamos como si el tiempo no hubiera pasado.

Atilio era un sacerdote progresista y distinto, casi totalmente volcado a su batalla para que “aunque sea de a poco” haya menos pobres. Calificando severamente y sin tapujos la falta de solidaridad de los que tienen más y siempre mirando mucho más adelante que nosotros. Cada vez más convencido de su fe, en ese tema no hacía concesiones. Su esperanza sin límites y su amor volcado a los que menos tienen, era como un soplo de aliento fresco para nosotros dos que, sin renunciar a nuestras ideas, estábamos transitando, en distinto grado, un camino cercano a la heterodoxia. En ese punto, las discusiones eran interminables. Sólo hace tres meses me regaló un libro en el que según él, con la mecánica cuántica se podía demostrar la existencia de Dios. Mi respuesta fue la de siempre: “Atilio, la física cambia con el tiempo; vos y yo creemos en Dios porque tenemos fe, independientemente de lo que diga la ciencia, y además, para vos la palabra del Papa no se discute, no por obediencia, sino por tu fe en que él habla inspirado en el Espíritu Santo”. No todos tenemos la misma fortaleza para lograr ese grado de espiritualidad.

En su relación con creyentes y no creyentes por igual, las virtudes teologales eran su forma de vida y lo hacía de una forma que el otro ni siquiera se daba cuenta. Es que él era la encarnación viviente de su práctica permanente. Creo que nunca supo el bien que me hacía cada vez que conversábamos aunque sea un rato, muchas veces en el avión. Me daba el empujón que necesitaba para seguir caminando a pesar de las dudas y todas mis debilidades.

Hace poco, festejamos su octogésimo cumpleaños. Recuerdo que en el sermón nos dijo: “Tuve una trombosis, un infarto y un aneurisma. Esto es una señal de que Dios quiere que siga vivo. Ya no tomo más medicamentos. Él sabrá cuándo me tengo que ir”. Y por eso, teníamos claro que esperaba la muerte con alegría, como lo manifestó segundos antes de partir. Y Dios le dio el gusto, falleció antes de que los auxilios pudieran hacer algo.

Chau Atilio, juntos con Víctor, en algún momento recomenzaremos nuestras discusiones; vos siempre ocupado con Los Sin Techo y nosotros mirándote con admiración como lo hemos hecho hasta ahora.