“Baraka” en el Centro Cultural Provincial

Aquellos años felices

Aquellos años felices

Un póker de ases sobre la escena, para que el espectador disfrute con intensidad.

Foto: Pablo Aguirre

Roberto Schneider

Pedro recibe en su casa a sus amigos Julián, Tomás y Martín. Llegan para de algún modo solidarizarse con un problema legal que obliga al primero a devolver ciertas piezas de arte adquiridas durante sus 21 años como empleado municipal. Julián carga como puede con un rotundo fracaso matrimonial. Tomás es un hombre de leyes perdido por las drogas, que ha estado encerrado dos años en un hospicio y Martín es un especial director de teatro de vanguardia trucha. Es el eje estructurante de “Baraka”, la obra de la joven dramaturga holandesa María Goos que se estrenó anoche y podrá apreciarse hoy en una nueva función en el Centro Cultural Provincial. También, plantear hechos dolorosos que la autora toma como punta de un ovillo que será el detonante para encauzar la historia escénica.

Es poco frecuente pensar que en una agradable y sumamente contemporánea escenografía cuatro amigos dialogando podría llegar a convertirse en una de las mejores escenas teatrales. Sin embargo, esa charla permanece en un ritmo frenético y reaparece una y otra vez en la mente tras ver “Baraka”, la vital, seca, amarga y desoladora crónica de la soledad de los seres humanos. Los cuatro amigos dialogan pero también se acumulan los silencios, las recriminaciones, llantos y fastidios. El cuadro que pinta la autora es agradable y doloroso al mismo tiempo. Construye una historia en la que ninguno de sus protagonistas sale indemne.

Javier Daulte es el magnífico director de la puesta en escena. Se mantiene a una distancia pudorosa de los hechos que va narrando. Y esa combinación (pudor, distancia, respeto por el dolor de sus personajes) es la que termina generando en el espectador un fuerte impacto emocional, mucho mayor que el de esas obras que intentan refregar esas emociones en el rostro. Así, muestra un fresco impresionante que alcanza sus puntos altos en escenas brillantemente trabajadas, y con momentos sumamente risueños, como cuando rememoran una insólita coreografía sobre un tema del ya mítico Raphael, tal como lo hacían treinta años atrás.

Los espectadores pueden suponer que el tiempo ha afectado a esos hombres, que sus pesares han calado hondo en sus sentimientos, que todos, absolutamente, necesitan aire, espacio, algo. Pero acaso no sea eso. Esos seres de algún modo solitarios tienen demasiados fantasmas acumulados como para ser explicados en una obra. Daulte es lo suficientemente sabio y respetuoso y entiende que su única opción es retratar un período difícil en la vida de sus personajes. Y tiene la amabilidad de dejar, al final del relato, un pequeño halo de luz que brilla como un diamante.

El trabajo actoral demuestra la mejor jugada de un póker de ases que es el resultado contundente de la excelente dirección de Daulte. Con un ritmo ajustado y sostenido como una partitura musical, con la utilización inteligente de la iluminación -de Gonzalo Córdova- y la música, el director logró el marco perfecto para la inolvidable actuación de cuatro actores que demostraron cómo se hace “en serio” una comedia y cómo se manejan los resortes emotivos en la composición de sus personajes.

Jorge Marrale como el abogado golpeado por la vida y Darío Grandinetti como Pedro, el homosexual que cobija a sus amigos en desgracia dictan clase de actuación. Los dos encarnan a sus personajes de la mejor manera: entregando cuerpo y voz, para ser atravesados por la risa pero también por el dolor. Están muy bien acompañados por Juan Leyrado como Julián, el político interesado sólo en sus apetencias e inmerso en la soledad más absoluta y Hugo Arana como Martín, el director de teatro que poco puede hacer con su mezquina vida. Los cuatro actores demuestran que Los Azul Eléctrico, el grupo que conformaban treinta años atrás, pueden aún hablar sobre el arte, la pasión y el deseo. Aquellos eran años felices; éstos están bajo la pátina del dolor. Como en la vida misma.