Sentido y función del Bicentenario

 

El Bicentenario de la Revolución de Mayo debe ser pensado como una celebración simbólica, pero también como un “pretexto” para pensar en términos históricos nuestro destino como Nación.

Las naciones -por lo menos las de Occidente- celebran sus aniversarios, recuerdan sus fechas fundacionales y le rinden los homenajes que corresponden. Se supone que en estas fechas las sociedades reflexionan sobre su devenir histórico. La “fiesta”, pues, debe transformarse en celebración, en movilización de energías espirituales y materiales que permitan, en nombre del pasado, construir el presente y proyectar el futuro. Es lo que se supone, aunque ya se sabe que no siempre estos objetivos se cumplen.

Es importante y necesario que la Argentina evoque una fecha que, más allá de los inevitables debates historiográficos, constituye el origen de nuestra nacionalidad, el punto de partida de nuestra autonomía política. Es importante que esto ocurra, pero ello no debe hacernos perder de vista que el recordatorio no suplanta nuestra responsabilidad contemporánea respecto de los grandes desafíos que afrontamos en este 2010.

Cuando se celebró el Centenario, estas consideraciones estuvieron presentes. El balance del país, con sus luces y sombras, se realizó en diversos tonos y registros, más allá del exitismo de la “fiesta” y del inmenso optimismo que embargaba a la mayoría de la sociedad respecto del futuro. Si bien en 1910 la Argentina estaba ubicada entre los diez primeros países del mundo, ello no impedía a sus intelectuales advertir sobre los peligros que acechaban en el futuro o las debilidades que contaminaban el presente. En otras palabras: la fiesta no disimulaba los compromisos; por el contrario, los hacía más evidentes.

Algo parecido había sucedido en 1810. Los hombres de Mayo debieron decidir en un escenario sacudido por acelerados cambios internacionales que les planteaban más incertidumbres que certezas. Para tomar semejantes decisiones arriesgaron su tranquilidad, e incluso sus vidas. Como todos los hombres públicos colocados ante situaciones dramáticas, tomaron iniciativas audaces disponiendo de una información incompleta y sabiendo de antemano que si se equivocaban no había demasiadas probabilidades de retorno.

Doscientos años después debemos admitir que en lo fundamental acertaron y que con sus acciones iniciaron un proceso histórico bien expresado en el Himno Nacional escrito pocos años después: “Se levanta en la faz de la Tierra, una nueva y gloriosa nación”.

En 2010, las exigencias y los desafíos son muy diferentes; las alternativas y opciones que hoy se presentan difieren de lo sucedido hace doscientos años. No obstante, lo que debería mantenerse como constante y la evocación del aniversario debería contribuir a afirmarlo- es ese “fuego sagrado” o, para decirlo más directo, esa admirable pasión pública sin la cual se hace muy difícil, en toda circunstancia, construir el futuro de una Nación.

El recordatorio no suplanta nuestra responsabilidad contemporánea respecto de los grandes desafíos que afrontamos en este 2010.