Día de la Bandera

Un adiós conmovedor

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En conmemoración del Día de la Bandera, la autora de esta nota recuerda los avatares del Gral. Manuel Belgrano en Tucumán, en 1920, antes de fallecer en Buenos Aires. En la imagen, retrato de Belgrano pintado en Londres en 1815, probablemente por Francois Casimir Carbonnier.

 

Zunilda Ceresole de Espinaco

Corría el año 1820. El Gral. Belgrano se hallaba en Tucumán viviendo pobremente en una casa de adobe, junto a varios compañeros de armas.

Estaba enfermo. Si su mal físico era importante, mucho más lo era el dolor espiritual que sufría por la ingratitud y el abandono del pueblo que logró salvar en la batalla de Tucumán.

Desengañado, triste, pobre, sin esperanzas ni ilusiones, pasaba sus días sumergido en hondas cavilaciones.

En vano sus amigos trataban de animarlo. Sobre todo el médico escocés Joseph Redhead y José Celedonio Balbín le eran fieles y le acompañaban en la desgracia que le acontecía.

Belgrano quería volver a Buenos Aires; para ello necesitaba caballos que debido a su indigencia no podía comprar. Solicitó los mismos al gobernador, quien se los negó.

Balbín, como en otras ocasiones, ayudó financieramente al general y facilitó el dinero para la compra de los equinos.

Se planeó el viaje. Como presentía un deceso inminente, el enfermo adelantó la fecha, diciendo que le urgía salir de Tucumán, donde sólo encontraba mortificaciones. Parecía imposible que fuera la misma que lo había aclamado, que sólo le debía beneficios, la misma que en procesión habría salido a rogarle que no la abandonara cuando las disciplinas, aguerridas y fieras tropas de Tristán llegaran a sus puertas.

El día de la partida ya se disponían a alzarlo (tal era su debilitamiento) para llevarlo al carruaje e iniciar la travesía cuando la calle se pobló de voces. Entró al patio de la casa un joven acompañado por una treintena de niños.

Al preguntar Belgrano qué sucedía, el capellán P. Elguera, fraile franciscano, quien junto a dos militares habían ido para acompañarlo en el viaje, dijo que saldría a averiguarlo. Al regresar expresó con voz embargada de emoción que eran niños de la escuela con su maestro, quienes venían a saludarlo y desearle un buen viaje.

En la faz del general se dibujó una expresión de sorpresa y luego de intensa alegría. Conmovido ordenó que entraran pues quería verlos.

Enseguida se vio rodeado por los escolares de una escuela primaria, a la cual él destinara una parte de los 40.000 pesos que el gobierno le había prometido para premiarlo por la batalla de Salta y aún seguía esperando.

El maestro explicó que no obstante haber visitado antes el general a la escuelita para despedirse, había considerado un deber acudir con los niños para despedirlo nuevamente.

Acto seguido el docente hizo una seña a un alumno y éste, sin timidez alguna, se plantó ante Belgrano y comenzó a recitar unos versos compuestos por el maestro para esa ocasión. En ellos daba un adiós agradecido al protector de la escuelita patria, asegurándole también la gratitud eterna de los niños que en ella se educaban y de aquellos que concurrirían a sus aulas en el futuro y finalizaba implorando para el héroe la bendición divina.

Belgrano se sintió conmovido; las palabras del niño fueron como el eco de un instrumento lejano cuya melodía barría horas de pesadumbre y tristezas, como dulce miel que aliviara las amarguras de las injurias de la suerte.

Él, tan medido en las manifestaciones sentimentales, sintió sus ojos inundados por lágrimas, tan suaves como el paso de las aguas ribereñas de un arroyo.

Llamó al pequeño y lo estrechó entre sus brazos. Sacó del bolsillo una moneda de oro dándole las gracias y diciendo que no la considerara como dinero sino como un recuerdo del grato momento que le había hecho vivir.

Enseguida ofreció al maestro un lápiz de oro, rogándole que lo aceptara en agradecimiento a su agradable atención; también dirigió a los niños frases cariñosas aconsejándoles estudiar, para brindar más tarde a la patria los conocimientos adquiridos.

El maestro y los alumnos se retiraron instantes después dejando al general con una sensación grata: de sosiego en el alma y esperanza en el futuro.

Se inició la partida y al poco tiempo de llegar a Buenos Aires falleció el 20 de junio de 1820.

Antes de morir exclamó: “¡Ay, patria mía!”. Seguramente en ese instante del fondo de su pecho brotó un rayo de amor ardiente que encendió una llama en el invisible altar de la patria.