Entrevista a Leopoldo Brizuela

Una sinfonía narrativa

 

Por Augusto Munaro

Nuestra tradición literaria ha demostrado ser indulgente con novelas breves en su extensión y en la mayoría de los casos, funcionales en su género. “La invención de Morel”, “El túnel”, “Ceremonia secreta”, no aspiran a la completa recreación de una época, es decir la del pensamiento y sentimiento de su tiempo. Ya desde “Inglaterra” (1999) Leopoldo Brizuela demostró que su destino literario prefería una prosa de vasto aliento, excesivo, casi insólito para estas latitudes. “Lisboa. Un melodrama” (Alfaguara), su última novela, confirma dicha elección con una habilidad compositiva plena. Tras circunscribir un puñado de exiliados en la capital portuguesa -entre los que se destacan la mítica pareja de Tania y Enrique Santos Discépolo y la cantante de fados Amália Rodrígues-, la novela crea un mundo cuyas miserias materiales y morales reflejan los tiempos presentes. Precisa en su arquitectura barroca, musical, la novela sondea un abismo: la pasión del amor y sus intersticios. Para ello, y con gradaciones que indican vigor emocional, “Lisboa” articula una prosa que no se desprende en su totalidad de la poesía. En su densa trama que transcurre en el decurso de apenas unas horas, el autor cubre circunstancias que forman parte de la existencia con sus asperezas, iluminaciones y titubeos sin abandonar la sostenida fuerza verbal; su poderoso e infatigable ritmo interior.

—Se sabe que usted es un escritor obsesivo por el detalle, logrando un estilo personalísimo de escritura, sin urgencia por la publicación. Entre “Inglaterra” y “Lisboa” transcurrieron once años. ¿Cómo fue el trabajo que le demandó “Lisboa”?, ¿cuál fue su elaboración?

—Fueron cinco años: exactamente el tiempo que me había llevado “Inglaterra”, aunque “Lisboa” la dobla en extensión... Aunque el tiempo dedicado a ambas novelas, según veo, suele sorprender hoy, creo que es un tiempo razonable, y que por lo contrario suele ser poco razonable esa exigencia de la academia de escribir libros cortos y rápidos y del mercado, por lo que podríamos llamar la novela fast food. Sin contar que cuando escribía “Inglaterra” trabajaba como un loco en docencia; y cuando escribía “Lisboa”, si bien estaba dedicado completamente a la escritura, sí escribía literalmente- una montaña de textos de circunstancia para ganarme la vida... Lo cierto es que, como con todos mis textos, escribí una primera versión muy rápida, con infinidad de errores y faltas, en cinco meses, entre Iowa y Villa Elisa, entre septiembre de 2003 y febrero del siguiente año... Fue, también como suele pasar, una etapa que mezcla exaltación, pasión y terror de que todo se frustre. Lo que más quería era lograr, digamos, un esqueleto, una estructura sobre la cual, después, trabajar, rellenando, corrigiendo. Eso es lo que hice en los años siguientes. Ahora bien, en cuanto a lo que me preguntás sobre mi mismo, te puedo decir que fue un trabajo duro en términos afectivos; es una novela muy desesperada, en el fondo, que todo el tiempo enfoca una angustia límite para tratar de conjurarla... Aunque cifrado por hechos y personajes que poco tienen que ver, concretamente, con mi historia y mi vida, todo un lado muy secreto de mí salía a la luz y me hacía temblar pensando en lo que quien leyera diría de mí, según un terror muy arraigado de mí. Tan pronto terminé esa primera versión, por lo demás, murió mi padre, inaugurando uno de los períodos más negros de mi vida, lo que creo que la novela intuye... Así y todo, me aquerencié a tal punto con el mundo y los personajes que abandonar la redacción, darla a la imprenta, fue otro desgarro, y dio también pie a meses sumamente negros; pero cuando por fin tuve el libro conmigo, y lo coloqué en el estante junto a los otros, me dio una gran felicidad ver que en todos hay un mundo común, ya construido, fiel a lo que quería más allá de todas las metamorfosis personales y no a lo que quieren los demás... Ésa es la verdadera satisfacción que puede dar la literatura, yo creo. Haberse ganado un lugar en el oído del mundo, como decía Leda Valladares, sin cambiar de voz.

—Si bien la historia se concentra en apenas una noche de fines de 1942, en la capital portuguesa, el libro se expande en un conjunto de historias simultáneas que se van focalizando en distintos momentos decisivos.

—Las elecciones estéticas que permiten la redacción de una novela no siempre se toman, digamos, conscientemente. Me atrevería a decir, incluso, que es la propia ficción la que sugiere qué herramientas del oficio debe uno aplicar. Tan pronto tuve claros los núcleos narrativos de donde parte toda la historia, ella sola sugirió la forma del melodrama, un género que puede acoger la tragedia, claro que degradándola lo que me parece muy adecuado a esta época-; cuando percibí esa herencia trágica, tomé casi sin darme cuenta la idea de sus unidades de tiempo y lugar, que la novela cumple estrictamente, y la unidad de acción, ya que, más allá de sus varias líneas, puede decirse que todo sale de un solo conflicto y todo se resuelve en un solo desenlace. En este sentido, yo había estudiado el modo en que ciertos narradores del siglo XX adoptan pautas de la tragedia clásica en sus propias obras, como el Sándor Márai de “Último Encuentro” o la Flannery O’Connor de sus últimos cuentos. Por lo demás, creo que, al momento de comenzar esta novela, en septiembre de 2003, y en las inmejorables condiciones que presta el International Writing Program de la Universidad de Iowa, había en mí una necesidad de compresión, de unidad, de “desfragmentación” esto es, de abandonar la escritura fragmentaria que venía trabajando hasta entonces-, y apostar a un proyecto que tuviera una firme unidad. Creo que en esto había una apuesta personal y política, convalidada, por así decirlo, por una situación social mucho más estable que en los años anteriores, en que los argentinos podíamos ya ambicionar logros más altos y perdurables que la mera ganancia del pan nuestro de cada día.

—No todos los personajes en su novela son ficcionales. ¿Por qué decidió incluir en el relato a Discépolo y Tania?

—Al menos desde “Inglaterra” vengo usando personajes inspirados en personas que realmente existieron: Shakespeare, Ceferino Namuncurá, el naturalista Clemente Onelli, y, en “Lisboa”, los que mencionas, entre otros. La razón por la que los elijo, y por qué no se me ha cruzado siquiera la idea de “reemplazarlos” por personajes ficcionales con sus propias características es que, como se sabe, forman parte del paisaje cultural en que yo echo a andar el mecanismo de mis historias; así como en “Lisboa” existe el río Tajo y el Castelo de Sao Jorge, está, desde su debut por los años de mi novela, Amália Rodrigues y es en ese paisaje donde el cónsul Cantilo lleva adelante su gesta personal. En el caso de Tania y Discépolo, digamos, yo tenía el mismo interés que me había hecho fijarme en otros creadores: habían llegado más lejos que ningún otro artista, en su creación y en su género; y, lo que es lo mismo, habían callado, habían experimentado en su bloqueo final los límites de lo que podía ser dicho. Recomponer su biografía, entenderla, podía ser un modo de comprender qué no había podido decir una época la época de la juventud de mis padres, nada menos- y me prometía quizás que yo podría decirlo. Pero quiero decir que, además, en lo personal, la extrañeza de ese binomio único me había llamado desde siempre la atención, como una verdadera unión de opuestos, sólo semejantes en la absoluta originalidad de sus destinos.

—¿Cuál es la importancia estética que posee la pasión en su obra?

—Una pregunta interesantísima, que nunca me hicieron. En realidad, cada vez que he dicho que desde el final de “Inglaterra” había querido escribir una novela sobre el amor, me refería, sí, a la pasión, a esa experiencia limítrofe de dolor y dicha. Por eso, creo que elegí “Portugal”. Siempre me había llamado la atención, además, que en portugués “enamorarse” se llame apaixonarse; mientras que namorar tiene un sentido más leve, como de flirt. Además de escuchar fado, palabra que nombra a la vez a la canción amorosa de Lisboa y al destino (fatum), recuerdo haber leído con fervor las cartas de la Monja Portuguesa (desde entonces quizás perduraba en mí la idea de Portugal como un territorio en donde instalar una ficción que explorara su tema), y haber encontrado en ellas una frase que no sólo guió mi escritura sino mi propia vida: “Comprendí que me importabas menos que mi propia pasión”. Más cerca de la redacción de la novela, leí con igual exhaustividad, tomando notas, el “Tratado de la pasión”, de Eugenio Trías, que considera ese fenómeno de la pasión como un libro que se ha abierto en él, y en el que debe leer, digamos, para comprenderse. En fin, en mi escritura, como en mi vida, la pasión es sentida como un imperativo de vida o muerte: si no se la vive, si se la ahoga o desoye, no se es verdaderamente. Al mismo tiempo, es un imperativo inesperado, no sólo por la oportunidad sino por su propia naturaleza, que aterra; nada lo anuncia, ni se sabe muy bien en qué consistirá vivirla; sólo se sabe que implica la ruptura con todo lo que nos rodea, con lo que se esperaba de nosotros. De joven tomé la decisión de seguir la pasión, de este modo romántico; a los cuarenta años, cuando escribí “Lisboa”, quería cuestionar esta visión, o al menos la necesidad de vivir el amor de manera tan brutal y fatalista. Evidentemente, esta manera de concebir la pasión me fue transmitida por la cultura, sobre todo la popular, de ahí que naturalmente, digamos, sin que mediara demasiada reflexión, elegí el melodrama como estética de la novela. Pero lo elegí para cuestionarlo. Y sinceramente querría haber cambiado, como por un momento me hizo pensar la novela, cuando la terminé. Quisiera creer que es posible, hoy, un amor tranquilo, como aquel al que aspiraba Cazuza.

—La novela está articulada siguiendo una estructura musical. Podríamos decir que “Lisboa” se presenta como una prosa poética...

—Hay una idea de Borges -la de la literatura como una forma compleja de música- que me ayudó a definir mi modo de escribir. Vengo de una familia muy musical, y yo mismo quería ser pianista mucho antes de ser escritor; sin duda eso debe de haberme influido cuando empecé a escribir -y a leer, también: uno de los aspectos que más determinan en mi elección de autores y libros es su musicalidad-. Escribo como mis antepasados ágrafos, analfabetos en su inmensa mayoría cantarían en medio de su trabajo o en la intimidad de las cocinas... Voy componiendo las frases de acuerdo no sólo con lo que quiero decir sino con el “tono” que está definido en la primera línea, con el ritmo que establecieron las primeras palabras, etcétera. Mi escritura es en realidad una partitura para la voz humana, la voz de un narrador que pueda leer ante un auditorio, o la voz de la mente del lector... Elijo palabras y su lugar en la frase no sólo por lo que dicen, sino por las características de su “masa sonora”, y en ese sentido, mi prosa está muy próxima de las elecciones musicales que hacen todos los poetas. También hay un criterio musical, siempre, en la concepción de la estructura total de la obra, sobre todo en la alternancia de climas, ritmos, etc., a la manera de los movimientos de una sinfonía o el orden de las canciones que todo cantante elige para un recital o un disco. Pero en el caso de “Lisboa”, un melodrama, se da la particularidad de que es una novela que trata de música y músicos, o más específicamente, de la canción popular del siglo XX, que pasa por esa época por un momento de absoluto esplendor, quizá ya nunca recuperado, gracias a fenómenos que la novela se ocupa de relevar; el surgimiento del disco, de la radio, etcétera. Esos dos grandes cancioneros populares el tango y el fado- me dieron a tal punto el clima de las escenas, que, una vez terminada, fue muy fácil poner, a cada capítulo, el título de uno u otro fado del repertorio de Amália. Un secreto homenaje a Antonio Lobo Antunes, que tituló con nombre de tangos cada capítulo de su novela “A morte de Carlos Gardel”.

 

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Escalinata del Palacio Pombal.

Foto: Archivo El Litoral

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Leopoldo Brizuela.

Foto: Sebastián Freire