Crónica política

Fútbol e ilusiones políticas

Rogelio Alaniz

Un amigo antiperonista me confía sus aprensiones por una posible victoria argentina en el mundial. Le digo que se quede tranquilo, que hinche por Argentina y no tema las consecuencias políticas de algo que por más que algunos se esfuercen por otorgarle efectos políticos no los tiene. Aunque algunos se resistan a creerlo, la suerte del gobierno de los Kirchner dependerá de su gestión, no de los goles que haga o deje de hacer Messi o Palermo.

Si Argentina sale campeón del mundo, habrá fiestas, las plazas y las calles estarán desbordadas por multitudes embanderadas con los colores celeste y blanco, la presidenta saldrá al balcón acompañada de su marido agitando los colores patrios, abundarán las fotos de los jugadores con las principales autoridades políticas, pero a los tres o cuatro días, a la semana como máximo, la fiesta habrá llegado a su fin.

A la inversa, si la Argentina no gana, se producirá el previsible desencanto, a algún periodista se le ocurrirá decir que somos los campeones morales, Maradona elaborará su propia justificación y a la semana, estaremos ocupados en otra cosa. En todos los casos -derrota o victoria-, su impacto en la política será efímero, cuando no insignificante. Y no sólo será así sino que, además, está bien que así sea. Arreglados estaríamos si el paradigma del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo dependiera de un partido de fútbol.

Una constante de los políticos demagogos es manipular las fiestas populares. Suponen que por ese camino se identifican con el pueblo, y el pueblo les retribuirá el gesto otorgándoles un generoso cheque en blanco. Desgraciadamente, la experiencia no coincide con estas ilusiones. Las fiestas populares poseen su propia lógica, su propia retórica y su propia estética, y todo ello funciona con independencia de la política o, por lo menos, con considerable autonomía.

Por supuesto que a todo mandatario le resulta agradable salir al balcón a saludar a la gente cuando está alegre. Nadie es inmune a las caricias del pueblo, sobre todo cuando llegan gratis. Las gestiones de los gobiernos suelen ser ingratas y estas breves fiestas compensan los sinsabores de un ajuste, la sanción de una ley desfavorable al oficialismo, las protestas por aumentos de salarios, los reclamos por mayor seguridad. Se sabe que gobernar es comprar problemas y, por lo tanto, nadie, ni siquiera el político más austero y sobrio rehúye el regalo de un momento en lo que predomina es el buen humor y la alegría expansiva, desbordante, a veces demasiado desbordante. No sólo a Perón lo embriagaba la música del pueblo. En las democracias modernas, donde el principio de legitimidad es el voto de la mayoría, ningún político es indiferente a esa melodía.

Donde los políticos se equivocan es cuando suponen que esa fiesta es un aval a su gestión. Se equivocan y se equivocan feo. También se equivocan los operadores y escribas que teorizan acerca de un pueblo alegre porque la gestión de gobierno es tan sabia y popular que ha mejorado el humor de todos. En el caso de los mundiales de fútbol, se ha llegado a decir que un equipo gana porque al vivir en una sociedad tan bien gobernada los jugadores están estimulados. Como se dice en estos casos: una belleza... lástima que no sea cierto.

Sin ir más lejos, algo parecido se ha dicho con respecto a las fiestas del Bicentenario. La gente no salió a la calle inspirada en sentimientos patrióticos, aprovechando los generosos feriados, mucho menos porque había espectáculos de muy buen nivel con entrada gratuita, sino que salió porque es feliz y esa felicidad provenía de una gestión que no nos ha trasladado al Paraíso, pero nos ha subido al vehículo que nos conducirá a esa dorada estación.

En 1978, la Argentina salió campeón del mundo y los militares salieron a festejar con la gente como si fueran esos políticos populacheros que tanto criticaban. El episodio puso en evidencia, entre otras cosas, que el arrullo de la multitud sedujo también a quienes supuestamente eran impermeables a esas caricias. Cuatro años después, Galtieri saldrá al balcón comportándose como un caudillo populista adulado por las multitudes y convencido de que el pueblo nunca se equivoca. Eran un espectáculo digno de contemplar los rostros de Massera y Videla, gritando los goles o abrazándose entre ellos. O a Galtieri, sonriendo satisfecho a una multitud que lo aclamaba. Toda la Argentina en 1978 y en 1982 se vistió de azul y blanco, y los entorchados supusieron que estaban tocando el cielo con las manos.

Por supuesto que estaban equivocados. Pero ese error es interesante colocarlo en su exacto lugar. Los militares en 1978 eran populares no por los goles de Kempes, sino porque la tablita cambiaria y la plata dulce les permitía la adhesión de esos amplios contingentes de las clases medias y altas que hacen posible la gobernabilidad de cualquier sistema. Como se pudo demostrar con las mediciones de la época, o disponiendo de un mínimo de sentido común, estas mayorías estaban muy satisfechas con el régimen militar, al punto que me animaría a decir que si en esos años -no los del Mundial, sino los de la tablita cambiaria y la plata dulce- se hubiera convocado a elecciones, los militares le hubieran dado un serio dolor de cabeza al opositor más convencido.

Digamos entonces que lo que sostuvo a las fuerzas armadas en el poder en 1978 no fue un mundial de fútbol de dudosa factura deportiva, sino una serie de iniciativas económicas y sociales que contaron con el apoyo de importantes sectores de la sociedad. Esto hay que decirlo no sólo porque es verdad, sino porque, además, en la actualidad no hay nadie que defienda al gobierno militar, ni siquiera aquellos que se beneficiaron con él. Hoy, hasta quienes fueron sus colaboradores miran para un costado y justifican su complicidad, diciendo que no sabían lo que estaba pasando, que ignoraban la existencia de campos de detención.

En estos temas, siempre ocurre lo mismo. Esa significativa mayoría social constituida por los oficialistas de todos los gobiernos, disponen de la camaleónica capacidad de deslizarse por la vida en un eterno tiempo presente al lado de los que siempre ejercen el poder. “Yo no cambio, lo que cambian son los gobiernos”, dice este personaje impávido y solemne.

Años después, esa mayoría social fue la que en 1983 descubrió las bondades de la democracia y los horrores de la dictadura. Y en la década del noventa, le cantó loas a la convertibilidad, mientras aseguraba que Menem era un anglosajón de cabellos rubios y ojos azules. Y en la actualidad, está dispuesta a seguir apoyando a quienes le ofrezcan -como le gustaba decir a un amigo-, créditos, turismo y seguridad. ¿Está mal? Ni mal ni bien; así es al condición humana, por lo menos una de sus facetas. Y así es el comportamiento de las masas en tiempos de crisis ideológicas, caída de los grandes relatos liberadores reemplazados por aspiraciones consumistas que reducen la ideología, la fe y la trascendencia a un fetiche. No son todos, por supuesto, pero están muy lejos de ser una insignificante minoría. En ese contexto, las fiestas del fútbol valen si el consumo y la estabilidad están garantizados.

En otras condiciones políticas, la Argentina volvió a ganar un campeonato del mundo en 1986. Entonces, en lugar de una dictadura militar había una democracia y al frente de ella estaba un político prestigiado. Por supuesto que los jugadores triunfantes fueron a la Casa Rosada y la gente en las plazas festejó y gritó hasta cansarse, pero pocos meses después de tanta jarana el radicalismo sufrió una derrota electoral de la que no pudo recuperarse. Si algún observador supuso que la victoria de México extendía un salvoconducto político hacia el futuro, los hechos se encargaron de demostrarle lo contrario.

Yo lo siento por los amigos que se esfuerzan por pensar la política como una puesta en escena muy parecida a un partido de fútbol por la copa. El juego puede ser interesante, pero ciertos principios de realidad se imponen. Sin ir más lejos, en Brasil, cuya pasión por el fútbol es tal vez mayor que la nuestra, los campeonatos mundiales ganados no fortalecieron a ningún gobierno. Tampoco lo debilitaron las derrotas. Así y todo, las victorias de 1958 y 1962 no impidieron los derrocamientos de Joao Goulart y Janio Quadros. Mucho menos la instalación de dictadura militares prolongadas que, por supuesto, también eran devotas del fútbol.

Fútbol e ilusiones políticas