DORIAN GRAY CUMPLE 120 AÑOS

Narciso aún es joven

Un 20 de junio de 1890 se publicó en Londres la primera versión de “El Retrato de Dorian Gray”. El texto de Wilde, que se corrigió numerosas veces hasta la versión que conocemos, ha tenido no sólo diversas versiones teatrales y cinematográficas, sino que ostenta una impresionante actualidad. La belleza -su búsqueda, su ostentación, su pérdida-, la pavura a la vejez, la locura y el ego, en personajes desesperados, lo han hecho un clásico de extraordinaria vigencia.

 

 

Estanislao Giménez Corte

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“... pero la belleza, la belleza auténtica, termina donde empieza el aire intelectual... el intelecto es, por sí mismo, un modo de exageración” (....) “no hay absolutamente nada en el mundo excepto la juventud”. O. Wilde

UN DIÁLOGO

Es 1897. Oscar Wilde, encerrado, apenas puede escribir “De profundis” y se ve, viejo y arruinado, en un espejo mohoso. Está exhausto y, entonces, duerme, apenas lo apremia la noche. Sobre sus párpados cerrados, pletóricos de actividad, ve a Dorian Gray. Hablan.

-Oscar: así que ahora, criatura, vas celebrando la vida, la vida que te he dado en el libro, esa vida canallesca que fascina a todos (...) aún a sabiendas de que no sos otra cosa que un perverso y un asesino, y ahora que mi nombre es un anatema...

-Dorian: Oscar, sos lo suficientemente inteligente para entender que me creaste en tu imaginación porque, en el fondo, deseas o deseaste ser como yo, hermoso e incorruptible, y porque una parte de vos, como yo, haría cualquier cosa, cualquier cosa, por mantener la juventud y la belleza; tu obra es una proyección de vos mismo, pero eso es obvio...

-Oscar: no quiero ser como vos; todos queremos poseer la belleza, pero yo la vi y la traté como un fenómeno, como un objeto de estudio, en una obra de ficción. En el futuro, serás un ícono, Dorian, un ícono de la búsqueda de la belleza y la juventud, pero más aún un ícono de la desesperación que ello acarrea, de la locura en que nos veremos envueltos por ello, quizás cada vez más; la búsqueda por parecer algo que no somos, o por pretender que podemos vencer al tiempo... la búsqueda porque el tiempo no destruya el ego, nuestra propia imagen. Es eso de lo que trata el libro.

-Dorian: ¿no sabés acaso que las creaciones de todos los artistas escapan de la mano de su creador una vez que la tinta se seca? ... a propósito de las palabras que pusiste en mi boca, de los extraordinarios diálogos que escribiste en ese libro, hay una idea que sobrevuela y que no escribiste... y vengo a tu sueño para decírtelo...

-Oscar: te escucho...

-Dorian: el planteo que hacés me obligó a pensar en esta frase, revulsiva y muy polémica, que puede decirse así: los problemas existenciales son, básicamente, problemas estéticos... quiero decir, si el problema mayor del hombre es el tiempo, el tiempo que todo lo corroe, ¿no derivan de allí los traumas de la existencia?

-Oscar: Dorian, vivir es, como sabés, un poco estar muriendo y no querer enterarse, no detenerse en la comprensión atroz de eso; una suerte de escape de la consciencia, digamos, pero lo que decís es tan categórico...

SOBRE LA CADUCIDAD DEL CUERPO

En su estudio sobre “la felicidad humana” (así lo llama), en la primera parte de “El malestar en la cultura” (1931), Freud refiere que, para que la vida en sociedad sea posible, es imprescindible que se forje un proceso que llama “de renuncia instintual o instintiva”. Mediante éste, minimizadas o reprimidas las energías animales o primales (las sexuales y violentas, esencialmente), y únicamente merced a la resignación o represión de la liberación de esas energías, esto es adaptándose al medio social (a partir, se insiste, de la renuncia a la liberación de ese costado “animal”), se hace posible la vida de sociedad. Los pactos tácitos -de comportamiento-, los contratos explícitos -las leyes y normas-, los intercambios comerciales -acuerdos económicos- van forjando la posibilidad real de convivencia, con resultados muy disímiles de acuerdo a la idiosincrasia, pero siendo sostenedoras de modelos sociales y de producción que posibilitan el desarrollo económico y, al menos en teoría, la mejora de las condiciones de vida.

Para Freud, parte del problema de la felicidad del hombre, su búsqueda de ese “sentimiento oceánico” o “sensación de eternidad”, que algunos encuentran en las religiones (y que el austríaco, afirma, desearía tener), plantea una enorme problemática, la relación del yo con el mundo exterior, las sensaciones de dolor y displacer que esta vinculación acarrea (que colisionan con el “principio del placer”) y la “entronización del principio de realidad”, cuestión que depara innumerables problemas para la adaptación del género humano a un contexto determinado.

Esta metamorfosis de un yo impulsado por fuerzas “subterráneas” e instintos que debe controlar, a los fines de hacer posible la vida de sociedad es, en última instancia, la única posibilidad de existencia humana con los otros, pese a los rasgos misántropos (aversión al género humano) que pudiesen tenerse, o a la posibilidad del ascetismo, planteada en el referido volumen, que genera en el hombre un profundo cuestionamiento, explícito o implícito, respecto de su relación con su contexto y las formas en que éste incide en aquella búsqueda de la felicidad o de mitigar el sufrimiento. Se plantean en “El malestar...” sin rodeos, los tópicos que inciden negativamente en la búsqueda de felicidad del hombre: “(...) las tres fuentes del sufrimiento humano: la supremacía de la naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo, y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en el Estado, la familia y la sociedad...”. Éstos son, entiende Freud, las causas esenciales del problema del hombre frente a a la sociedad en la que vive.

UN PROBLEMA ESTÉTICO

La reflexión sobre nuestra propia carne, esa “cárcel del alma” (la expresión es, por supuesto, de Platón), parte de antiguas mitologías que representaban el estado embrionario del mundo como una mujer desnuda -la Gran Diosa Madre, preservadora de la vida-, que cumplirá su ciclo y se deteriorará. Sin embargo, la lucha del hombre por prolongar la salud y la vida, que ha tenido resultados notables si comparamos las esperanzas de vida en períodos históricos disímiles, mantiene como última escala el logro de la inmortalidad, léase, una aspiración racionalmente absurda, pero -permítasenos la expresión- emocionalmente tolerable o utópicamente entendible. Empero, en lo que se ha dado en llamar “la era de la imagen”, menos que la prolongación de la vida, lo que importa es la resolución estética de los problemas que acarrea lógicamente la caducidad del cuerpo. El problema, entonces, no es vivir más, sino parecer joven la mayor cantidad posible del tiempo vivido. El caso de Dorian Gray es el paroxismo de ello. El propio cuerpo, “condenado a la decadencia y a la aniquilación”, en palabras de Freud, podría representar acabadamente el tema de la obra. O, más bien, qué cosas está dispuesto a hacer alguien para solucionar esa tendencia.

Sartre es famoso por su frase “el infierno son los otros o el infierno son los demás”. Dorian Gray parece decir... perdón, Wilde parece querer hacerle decir a Dorian: “el infierno es uno mismo o el infierno está dentro de uno mismo”. Por eso, tal vez, la entrañable y siniestra creación de Wilde señala: “cuando descubra que envejezco, me mataré”. Contra ese estigma parece erigirse toda una generación de seres humanos y, a más de un siglo de su publicación, aquélla es la obra que mejor representa esa asfixiante lucha a la que todos de algún modo, más temprano o más tarde, estamos arrojados.

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Narciso aún es joven

“Dorian Gray”. La última versión cinematográfica del libro de Wilde es una producción estadounidense de 2009, dirigida por Oliver Parker, que cuenta con las actuaciones de Ben Barnes, Ben Chaplin y Collin Firth, entre otros.

Foto: Archivo El Litoral


Narciso aún es joven

El ícono literario sobre la eterna juventud que publicó Wilde a finales del S XIX se transformó también en un cómic con el mismo título, realizado por Marvel Comics en 2007. Foto: Archivo El Litoral

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Imagen de la tumba del escritor británico en el cementerio Pere Lachaise, en París, frecuentemente visitada por los admiradores de Wilde. Foto: Archivo El Litoral

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El escritor fue fotografiado por Napoleón Sarony.

Foto: Archivo El Litoral