De Profundis

Carlos Catania

Desde Galileo a Semelweis, sólo para fijar un período de la historia relativamente breve, las verdades que irrumpen en el letargo de la costumbre o de las mentiras consagradas han puesto de relieve las mentalidades idiotizadas por el prejuicio. Esta enfermedad estimula en nuestros días ciertos odios barnizados. Todo prejuicio es hijo de la ignorancia y el miedo. Por ejemplo: mucha gente atribuye la pobreza y el hambre a la holgazanería de las clases marginales. Cuando la discriminación y la violencia moral y religiosa desatadas en el presente remitan al paso del tiempo, este revuelo se considerará como un signo más de la rutilante decadencia del mundo actual.

Advierto que los principios en contra, esgrimidos en relación con el matrimonio entre homosexuales y lesbianas, en apariencia sustentados por consideraciones de tipo ético, jurídico y demás, que pueden o no tener cierta solidez, esconden o disimulan una manía genealógica, allí donde el entendimiento semeja un lago seco. Por una cuestión, como suele decirse, de vergüenza ajena, omitiré el desatino emitido por la señora Mirtha Legrand. Pero hay otros que se le parecen. Mencionaré uno, quizás el más grave.

Un señor, de esos que son llamados “gente bien” (ignoro lo que esto significa), aconsejó un tratamiento médico destinado a “cambiar” la “inclinación” que “padecen” homosexuales y lesbianas (sic). ¿Olvidó acaso a sus hermanos de rebaño que, merced a sus prejuicios y al tóxico de la gran porción de frivolidades televisivas con que se atoran cotidianamente, pronuncian palabras pesadas por agua, regurgitando en consecuencia opiniones que trasuntan la degradación de rendir culto a lo vulgar? ¿Qué quirófano recomendaría para extirpar semejante delito?

Una espontánea asociación de ideas provocadas por lo anterior me llevó a evocar la tragedia de Oscar Wilde, quien sostenía que las gentes son otras gentes; sus pensamientos son las opiniones ajenas; sus vidas, un remedo; sus pasiones, una repetición. Fingal O’Flahertie Wills Wilde Oscar nace en Dublín. Desde niño se destacó por las ideas originales estimuladas por su gran ingenio. Cualquiera que lo haya leído, recordará sin duda sus incisivos aforismos: “Todo hombre nace rey y muere en el exilio”; “El mejor modo de vencer una tentación es ceder a ella”; algo que toca a los padres: “toda influencia es inmoral (...) influir sobre una persona es transmitirle nuestra propia alma. No piensa ya con sus pensamientos naturales ni se consume con sus pasiones naturales, sus virtudes ya no son reales. Sus pecados, si es que hay algo semejante al pecado (yo subrayo), son prestados. Se convierte en eco de una música ajena, en actos de una obra que no fue escrita para ella”; “la gente conoce el precio de todo, pero no sabe el valor de nada”; “más de la mitad de la cultura moderna depende de lo que no debe leerse”, etcétera.

Hacia 1890 comienza la celebridad de Wilde. “El retrato de Dorian Gray” provocó conmoción y encendidas polémicas tanto en el público como en la crítica, pero fue un éxito que ni la envidia pudo negar. Diré de paso que la envidia también jugó su partida; envidia provocada por la admiración. Es fama que el envidioso padece serios sentimientos de autocompasión.

Cuando hace muchos años yo era un niño, mi padre me dio a conocer los cuentos de este escritor. Aún hoy puedo recordar, casi de memoria, “El príncipe feliz” y “El ruiseñor y la rosa”. Años más tarde leí “El retrato de Dorian Gray”. Acabo de releerlo (treinta años después) y al hacer lo mismo con su “De profundis”, una sucesión de mártires irrumpió en mi mente y sentí el impulso de escribir esta nota, no sin antes percibir que abundarían en ella muchas verdades de Perogrullo.

Tuve el privilegio de ser espectador en dos obras teatrales que le pertenecen: “El abanico de Lady Windermere” y “La importancia de ser formal” (o de “llamarse Ernesto”. Earnest: formal y Ernest: Ernesto, se pronuncian de la misma manera). Ambas pueden disfrutarse hoy como testimonio de la conducta de la aristocracia londinense de finales del siglo XIX. Casado y con hijos, a pesar de su enorme popularidad, en determinado momento comienzan a circular ciertos rumores sobre su género de vida. En el otoño de 1891 conoce a Lord Alfredo Douglas, joven con el que inicia una íntima amistad. Todo esto ya se sabe y quizás resulte gratuito repetirlo aquí. Pero lo importante es que el padre de Lord Alfredo, aristócrata marqués de Queensberry, deposita en el Club Londinense Albemarle una tarjeta con un vejatorio insulto dirigido a Wilde. Aconsejado por amigos y por el propio Alfredo, el escritor le responde al marqués iniciando una querella por injurias y calumnias. Aunque el marqués es procesado, hace valer la influencia otorgada por sus privilegios de aristócrata (tal como ocurre hoy en día con la presión ejercida por ciertos enanos corruptos); es absuelto. En su afán de aniquilar a Wilde, continúa acosándolo mediante su representante legal, hasta que el escritor, después de un infierno de instancias, es condenado a la pena de dos años de prisión con trabajos forzados. Hasta aquí llegan los ecos de “Balada de la cárcel de Reading”.

Al presente, las opiniones negativas desatadas en contra de derechos reclamados por homosexuales y lesbianas, tan reaccionarias como discriminatorias, se asemejan a la actitud del marqués de Queensberry, de quien nadie se acuerda. Reitero: más que impugnar el reclamo de los anteriores aduciendo razones legales, religiosas y demás, lo que realmente subyace en la conciencia de los “normales” (tan profundamente y al resguardo de una mínima auscultación) es el miedo y la repugnancia hacia lo que tergiversa la moral del rebaño. ¿Cuándo vamos a reconocer que este mundo convertido en manicomio, donde habitamos, es consecuencia de malentendidos para los cuales no existen leyes?

Ya que inserté al comienzo un epígrafe de Borges, concluyo con lo que remata este segmento de su “Biblioteca personal”: “Oscar Wilde nació en Dublín en 1854. Murió en el Hotel d’Alsace, en París, en el año 1900. Su obra no ha envejecido; pudo haber sido escrita esta mañana”.

a.jpg

Oscar Wilde.

Archivo El Litoral