¿Es la Argentina un país viable

para un desarrollo equilibrado? (I)

Alberto Cassano

“Regálale el pescado hoy porque tiene hambre, pero también enséñale a pescar para que a partir de mañana no dependa de tu ayuda”. (Modificación personal de un tradicional proverbio chino)

Desde hace ya muchos años, la Argentina padece una serie de problemas. Según quien hace el análisis, prioriza el síntoma que le parece más serio aunque en ocasiones reconozca la existencia de otros más. Así, hay quienes sienten que la contrariedad mayor es la inseguridad; otros vislumbran cambios negativos en la estética de la ciudad por la presencia de paupérrimas “viviendas”; algunos reflejan una gran preocupación por el hambre, la pobreza y la falta de educación; otros tantos mencionan las privaciones en la salud y un número quizá menor tiene en cuenta la total ausencia de seguridad social en que vive sumida una gran cantidad de personas.

En muchas ocasiones, estos seres humanos con carencias se agrupan casi involuntariamente, porque carecen de otro recurso accesible, en lo que en nuestro país se denominan villas miseria. Muchos, más de los deseados, atribuyen a estos conglomerados de vida casi infrahumana, una de las principales causas de delitos de distinta envergadura, incluyendo el asesinato y una neurálgica centralidad en el tráfico de drogas.

Si bien es cierto que estudios sociológicos realizados con seriedad han demostrado que no existe correlación entre el delito y la pobreza o la ignorancia, tampoco hay pruebas concluyentes que permitan asegurar que, en países como la Argentina, estos lugares puedan -por fortuna, sólo parcialmente- servir de refugio para algunas personas vinculadas con actividades delictivas. El caso más específico es el de la droga, ya que grupos de pobreza deben recurrir muchas veces a actos delictivos para conseguirla, en tanto que esto ocurre en menor medida en comunidades sociales con mayor poder adquisitivo.

En cualquier caso, lo que es indiscutible es que la pobreza -en niveles donde no se distingue de la indigencia- con todas sus consecuencias implícitas, incluido el frecuente abandono de la educación desde temprana edad, constituye una situación negativa para la formación de ciudadanos.

Cuando hablo de ciudadanos me refiero a sujetos responsables y capaces de asimilar las mínimas reglas de juego que requiere una sociedad organizada, que funciona sobre la base del compromiso de respetar los derechos de los demás como contrapartida del resguardo y aseguramiento de los propios. Cualquier analista dirá que el problema se resuelve, al menos en parte, con educación. Coincido en la solución a largo plazo, pero aunque a algunos les sorprenda mi posición, en lo inmediato no es la primera prioridad. Y por un solo argumento: el remedio verdadero exige solucionar muchos problemas anteriores. Para entenderlo mejor, el germen de la reparación duradera tiene lugar desde el momento en que el embrión en gestación está en el vientre de la madre pobre.

Si uno se atiene a la causa primera de casi todos los males, la pobreza tiene su raíz principal en por lo menos dos situaciones claramente diferenciables. Una es el resultado de una vida que desde sus orígenes no brindó las mínimas oportunidades para el desarrollo digno de un ser humano, como consecuencia de lo cual éste termina con un estado patológico que lo lleva a ni siquiera pretender conseguir un trabajo. La otra corresponde a un ser más normal que pretende trabajar y por distintos motivos y capacidades no logra concretar su deseo. Dejo para más adelante los planes sociales sin contraparte exigible.

En última instancia, el problema tiene, en su causa más inmediata, la falta del empleo adecuado para erradicar la indigencia. Lo cierto es que con empleos humildes pero dignos, se puede ir reduciendo la pobreza y ése es el punto de partida para, en el mediano y el largo plazo, alcanzar una sociedad sana y educada. No se puede educar bien a un niño que desde su concepción ha sido mal alimentado. Éste es un hecho comprobado y, por lo tanto, constituye el primer paso a resolver.

Aquí es donde algunos pensarán que estoy entrando en contradicción con mi historia. Pero en mis convicciones prevalece el “desarrollo humano” sobre mis argumentos acerca de la necesidad de empresas basadas en el conocimiento para alcanzar el “desarrollo nacional”. No es con empresas de alta tecnología (que son indudablemente necesarias y deben apoyarse en paralelo) que se erradicará la falta de empleo a que me refiero. Y aunque íntimamente me oponga a una Argentina donde una parte de la población -desde 1810 en adelante- cree en la economía de la renta y no en la transformación de los bienes naturales en manufacturas con mucho valor agregado, se debe buscar la incentivación de actividades que ocupen abundante mano de obra y, muy especialmente, con bajas exigencias de capacitación.

Esto, aunque resulte dramático para los que quisiéramos ver otra realidad, es lo que hoy existe con mayor disponibilidad. Aunque sea por pocos años, porque pronto los desarrollos tecnológicos también eliminarán este remedio, la obra pública y la construcción en general son dos buenos ejemplos de salida para poner en marcha un plan de largo plazo a partir del empleo legal que provea seguridad social y salud. Por eso, toda la propaganda y la asistencia social oficial debería concentrar sus energías en convencer a las poblaciones carecientes de que la solución existe y depende de ellas. Pero para esto, habrá que brindarles las oportunidades.

Antes de terminar este primer enfoque, me pregunto: ¿Se podrá programar el desarrollo social de esta manera, aunque siempre exista premura política por ver réditos inmediatos por otros caminos?

Con empleos humildes pero dignos se puede ir reduciendo la pobreza, y ése es el punto de partida para, en el mediano y el largo plazo, alcanzar una sociedad sana y educada.

Foto: Archivo El Litoral

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