El plusvalor de Henry James

Por Raúl Fedele

“La princesa Casamassima”, de Henry James. Traducción de Soledad Silió. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2010.

En la literatura de Henry James, la riqueza y la pobreza son fenómenos que trascienden el carácter de una condición social. Pero son tal cuales son en el mundo. En “La princesa Casamassima”, específicamente, son las del Londres de, digamos, la fecha de publicación por entregas de la novela, 1885-86. Contrastes aterradores coinciden en un mismo ámbito, que algunas calles dividen como precipicios. Por momentos Dickens, Zola y Dostoievsky están cerca, como ya no volverán a estarlo en la obra de James. Y también, justamente, se ha querido ver en el personaje la sombra de los trágicos griegos y de Shakespeare.

La economía es uno de los temas clave en James, rastreable hasta en la concepción de cada texto y en el mismo estilo. Pero siempre hay algo más, y quizás en la lección que imparte sobre ese plus radique una de las razones de la ascendencia creciente que este escritor ha ido conquistando en lectores y escritores de todo el mundo.

Su alejamiento de los Estados Unidos no consiguió nunca ser una huida, y también esa parte de su obra dedicada a presentar los conflictos entre Europa y el Nuevo Mundo siempre es mucho más que el conflicto social entre los nuevos ricos y una aristocracia decadente.

La gran familia James engendró tres hijos escritores excepcionales: Henry, el genio que pudo manifestarse gracias a un alejamiento que no logró ser huida; William, que escapó hacia la construcción oximorónica de una metafísica pragmática, y Alice, que no pudo huir para nada y vivió una vida postrada, ocupándose de dos cosas: la escritura de un diario y el culto de las enfermedades. A pesar de que, como dice Bertrand Russel, William James “rechazó enérgicamente seguir a su hermano Henry en el camino de aburridos esnobismos”, muchas de las mejores páginas del filósofo-psicólogo-metafísico William parecen buscar a ese plus que consiguió Henry merced a la amplitud del campo de visión y a la ambigüedad que William (e incluso hoy muchos recusadores de Henry) parecen haber malentendido. Basta estudiar en William esa forma extrema con que la Pragmática actúa sobre la moral, atenta a considerar todo principio en base a sus (múltiples) consecuencias: concretas, materiales, mundanas, existenciales, cósmicas. En una carta de 1860, Henry, enfermo, escribe: “Para confortarme inventé una teoría, según la cual este deterioro mío proviene del hecho que Alice y Willy están mejor y han volcado algunos de sus males sobre mí, de manera que se propicia el destino no echando fuera de la familia las pobres enfermedades sin hogar”.

A “La Princesa Casamassima” puede considerársela una novela de indagación y testimonio social sólo si ese rótulo es capaz de asimilar la harto compleja operación que toda la novelística de James practicó respecto del “punto de vista”, del “centro de composición”, del “reflector” y del “registro de opinión”. Las clases sociales tal como son presentadas aquí, con la mala conciencia aristocrática y el resentimiento proletario, provocan en la novela un maëlstrom de visiones alrededor del conflicto social, en la que como es de rigor para cualquier sistema moral pragmático, sólo se salvan los trabajadores tesoneros y los puros de corazón, mientras irremisiblemente se pierden quienes alimentan o dejan crecer dentro de sí el odio y la violencia. Incluso si, como sucede al personaje de la novela, la tentación está cargada de conflictos, no caben ni otro arrepentimiento ni otro rescate que la autodestrucción.

Los primeros capítulos dedicados a la infancia de Hyacinth Robinson son de una estremecedora crudeza. El niño ha sido adoptado por una bondadosa y pobre modista, que lo recibió de las manos de una circunstancial compañera de trabajo, una francesa que ha asesinado a un lord y ha sido condenada. Pasan los años y la presa, moribunda, pide ver a su hijo. Con esa visita a la cárcel se concluye la historia de la infancia de Hyacinth, con el abrazo con que lo estrecha en ese sórdido lugar una cadavérica mujer que sólo más tarde sabrá (o aceptará saberlo) que era su madre.

El resto de la novela se ocupa de Hyacinth joven, un joven torturado (¿su sangre es la del lord asesinado?) y resentido (“El mundo rugiente e insensible de Londres le parecía una inmensa organización inventada para burlarse de su pobreza, de su vacío; y entonces los adornos más vulgares, los escaparates de las joyerías de tercera clase, un joven con corbata blanca y sombrero que se dirigía a una fiesta en coche de caballos y estaba a punto de atropellarlo, todos esos fenómenos familiares se transformaban en un símbolo, se hacían provocadores, desafiantes, parecían dedicarse a acicatearlo y a decirle que él estaba fuera de todo eso”). Finalmente, Hyacinth adherirá a una organización revolucionaria clandestina, aceptará un encargo sanguinario y vivirá un amor que cambiará su forma de ver el mundo y que provocará el desenlace de la novela.

La galería de personajes es deslumbrante: la bondadosa mujer que lo ha criado y su amigo, un viejo músico bohemio y sabio; la amiguita de la infancia, sucia y astuta, que reaparecerá hermosa y luchando por rescatarse de la promiscuidad social; la pareja Poupin de revolucionarios franceses; el revolucionario Paul y su impedida pero luminosa hermana; lady Aurora, una caritativa aristócrata que encuentra más vida (y amor) en los bajos fondos que en su círculo, y soporta las agresiones del revolucionario Paul (“—Milady, no sirve de nada que intente compensar [la injusticia social]. Nunca podrá hacer lo suficiente; su sacrificio no cuenta. Si deja de pasarla bien ahora no se lo agradecerán después. A la gente como usted nunca le descontarán nada. Cómase el budín mientras lo tiene a mano, ya que no podrá hacerlo mucho tiempo”). Y desde luego, la princesa napolitana que da título al libro.

Una novela espléndida de Henry James, comparable en grandeza a las que escribirá años más tarde, en su edad de oro.

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“Chatterton”, de Henry Wallis.

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